Abrir en una nueva ventana

El tren que nunca puedo tomar



Todas las mañanas al doblar la esquina de la calle que baja hacia la estación lo veo pasar. Y nada importa que yo saliera más temprano de casa. Siempre lo veo seguir de largo, ni bien salgo de la curva. Las ventanas de sus vagones forman entonces una sonrisa burlona que se va estirando conforme los coches desfilan, algo desdibujados, por el anden vacío. Y no es que yo fuera un remolón. Soy de madrugar, tendencia que se vio exagerada a fuerza del desafío al cual me estaba retando el tren.

Pero no lograba cambiar mi suerte. Después, obviamente, pasaban otros trenes y siempre llegaba a destino con la puntualidad característica de un reloj suizo falso. No era ese el problema. Me quemaba por dentro el saber que aquel maldito tren se me escapaba por tan sólo cincuenta metros. Hasta llegué a pensar que el conductor me esperaba en la estación y gracias a un sofisticado juego de espejos, arrancaba en el momento exacto que yo doblaba la esquina, lleno de esperanzas.

Otra teoría más descabellada, pero no por eso menos lógica, decía que en realidad el tren tenía alma propia, tal vez una reencarnación de algún enemigo del pasado, y esta era la forma que había encontrado para vengarse de mí.

Así seguían transcurriendo mis mañanas. En mis oídos riffs distorsionados y veloces servían como banda de sonido para aquel estado de incertidumbre. Escalas disonantes, agudas o graves, y un redoble de batería que arrojaba mis expectativas al suelo cada vez que pasaba aquel recodo.

Por las noches siempre acosado por el mismo sueño. Un amigo que escapaba de los servicios secretos ecuatorianos, pedía asilo en mi hogar. Llegaba y yo salía a recibirlo en el pasillo. Pero sólo veía un perro pequeño y peludo guiado por una correa que andaba suspendida en el aire. Al entrar en el departamento el perro desaparecía y mi amigo se volvía visible, su cuerpo totalmente desnudo. En este lugar me levantaba sobresaltado, siempre a horario como si se tratase de un reloj despertador onírico.

Durante meses y meses intenté encontrar relación alguna entre aquel sueño y el tren que tan grotescamente se burlaba de mí.

En mi afán psicoanalítico interpreté el sueño de diversas maneras, entre ellas la necesidad de desnudarme frente a la estación de trenes, hecho que me valió catorce días de prisión y una flor de gripe.

En la cárcel al sueño de siempre se le sumó otro en el cual yo corría por las vías férreas a una velocidad poco probable, pasando de largo por todas las estaciones, burlándome de los pasajeros boquiabiertos que dejaban escapar nubes de vapor matutino mientras me seguían con sus miradas.

Al pasar por mi estación miraba calle arriba, sin detenerme, y entonces veía al tren que doblaba la esquina a todo vapor, jadeando, observándome tristemente con sus dos faros delanteros mientras yo me deslizaba parsimoniosamente por las vías.

En ese momento solía despertarme, cubierto de sudor, corriendo en círculos dentro de la celda que no debía medir más de nueve metros cuadrados.

Ni bien quedé en libertad decidí que la única forma de volver a una vida normal sería detener aquel tren, cueste lo que cueste.

Mi primer intento fue tender una red entre dos postes de luz ubicados en ambos lados de la vía. Al día siguiente, nuevamente llegué a la esquina en cuestión para ver el tren atravesando la red como si se tratase de una telaraña.

Aquella noche volví al lugar equipado con herramientas pesadas. Mi intención era quitar al menos dos tramos de vía.

De más está decir que ni siquiera logré aflojar una de esas tuercas gigantescas que sostienen las vías contra el suelo.

Me arrestaron por conspiración terrorista y fui indagado durante trece días en un centro de detención especial. Un policía de aspecto hispano me hizo recordar los agentes del servicio de inteligencia ecuatoriano que habían aparecido en mis sueños, sintiendo una vez más que todo estaba relacionado.

Me liberaron explicándome que lo mío era una casualidad y que la solución se encontraría pidiendo al empleado de la estación una ficha con los horarios de los trenes.

Obviamente en mi interior sabía que esta gente no sabía lo que estaba diciendo, pero puse un semblante de comprensión para que me liberasen lo antes posible.

Lo que sucedió después fue más extraño aun. Si bien sabía con certeza que todo aquel asunto se trataba de una mera venganza ferroviaria, las dudas comenzaron a carcomer mi cerebro. ¿Y si los demás tenían razón? Entonces retiré uno de esos horarios de trenes, imposibles de leer a causa de la alta densidad de números y letras.

Luego de largas horas con la ficha en una mano, un reloj y una calculadora en la otra, comencé a comprender lo que supuestamente debía informar dicho trozo de papel, impreso con tanta elegancia inútil.

Al día siguiente, luego de un breve desayuno, salí apurado, horario en mano. Según la tabla tenía siete minutos para llegar a la estación, tiempo más que suficiente. Ya cerca de la famosa esquina, los números impresos sobre el papel comenzaron a cambiar. El horario de mi tren se adelantaba sin cesar. Comencé a correr y doblé la esquina justo cuando el horario del papel coincidió perfectamente con el de mi reloj y con la pasada del tren que nunca puedo tomar.

Furioso, llegué hasta la estación desierta y comencé a golpear y patear todo lo que estaba a mi alcance.

Esta vez decidieron que sería prudente internarme en un hospital psiquiátrico. Casualmente el sitio se encontraba al lado de las vías. Entre tren y tren, siempre puntuales y siempre deteniéndose en mi estación, pensaba mucho en el pasado. No precisamente en el mío sino el pasado colectivo, común. Cómo indagamos los sucesos históricos con cierta distancia analítica sin pensar que en ese mismo instante somos parte de otro análisis parecido que se llevará a cabo en un futuro cercano o lejano, y así sucesivamente hasta el final de los tiempos. Cómo en cada momento dado consideramos que la vida siempre fue de tal o cual manera y muy difícilmente podemos imaginar un cambio profundo y radical.

Todos estos pensamientos atravesaban mi mente en un constante movimiento de ida y vuelta y cual trenes pasaban, se detenían y volvían a ponerse en marcha. Cada vez que algún pensamiento realmente profundo se me estaba por ocurrir, al doblar por aquel recodo de la mente que desemboca en una verdadera gran revelación, veía cómo el tren seguía de largo, llevándose consigo a todas esas ideas que asomaban sus cabezas por las ventanillas de los vagones, dejándome como siempre solo en una estación desierta. El próximo tren siempre pasaba, cierto. Pero nunca volvía a darse aquella combinación única de pasajeros perfectos que sólo volvería a repetirse la próxima vez que intentaría, en vano, alcanzarlo.

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