Abrir en una nueva ventana

CS

CS

Como la forma de un vello que apareció sobre mi escritorio

Cuando murió Gardel yo ni siquiera había nacido. En realidad tampoco mis viejos habían nacido. Y no es que me guste tanto. Soy de otra generación, el tango es casi algo del pasado, música vieja, en blanco y negro, que se volvió a poner de moda después de la crisis del 2001 cuando los argentinos comenzamos a recordar nuestra propia cultura, un poco a modo de consuelo y otro poco porque no había guita para viajar a Miami.

Aun así, escuchar algún tango de Gardel tiene algo en particular. Tendrá realmente una energía especial, o será tan sólo la pesada carga de la historia… De una manera u otra, esa nostalgia tan característica me contagia y me hace sentir como si extrañaría un mundo que ya no es; una infancia que nunca tuve en un Buenos Aires que no volverá a repetirse jamás. Casi como leer “Rayuela” viviendo en París. A veces me pregunto si esto es algo que le sucede a todo el mundo, a todas las generaciones. Si allá por los años 30 la gente sentía lo mismo respecto al siglo diecinueve, por ejemplo. Esa añoranza de lo que nunca se vivió ni se conoció de cerca; esa impresión de que “antes todo era mejor” o por lo menos más ingenuo. Posiblemente estas sensaciones hayan sido cuidadosamente dosificadas durante nuestra infancia para crearnos un lazo con el pasado y así asegurar una continuidad, una fidelidad hacia ciertos valores, tradiciones o costumbres. O tal vez una tendencia natural a la nostalgia y ese famoso “spleen” hacen que uno se enganche más fácilmente con el pasado y sus glorias tan subjetivas. Tendencia que me llevó hace unos años a traer a mi departamento una máquina de escribir, para darme cuenta rápidamente de que con todo su romanticismo, era una porquería que se trababa, que no permitía borrar o corregir y que su “tic tic” al principio agradable, terminó por enloquecerme sin tener la posibilidad de bajarle el volumen o callarlo del todo. Y así como comprendí que la máquina de escribir estaba muerta para siempre, destronada por todo tipo de artefactos tecnológicos fríos, carentes de alma, pero mucho más eficaces – de la misma forma – Gardel y otros irán siendo olvidados, fundidos en esa trama borrosa que llamamos “historia” y que sólo algunos nostálgicos crónicos seguiremos escudriñando compulsivamente para soltar de tanto en tanto “¡qué tiempos aquelloS!”

Bizet Valleta

Bizet Valletta se había detenido sobre el puente. Se apoyó sobre la baranda y contempló el paisaje. El Sena fluía abajo y a lo lejos una pequeña réplica de la Estatua de la Libertad. Más allá, la majestuosa Torre Eiffel.
Sus pensamientos vagaron hacia lo extraña que puede ser la vida y cómo nunca había soñado que llegaría a estar comiendo un sándwich contemplando dos de los monumentos más famosos del mundo en simultáneo, si bien uno era tan sólo una copia del original.
Las emociones invadieron su ser y en un arranque de locura y anhelo de libertad se trepó sobre la baranda de metal y permaneció así unos instantes, dejando que el sol pegara de pleno en su rostro y que el viento fresco soplara entre sus cabellos.
Abajo el agua seguía fluyendo invitando, atrayendo.
Con un grito que hacía tiempo permanecía encerrado en su vientre, saltó y se arrojó al agua.
Tristan Manoukian estaba encendiendo un cigarrillo mientras con su mano derecha sostenía el timón del bateau mouche que conducía a diario por las aguas verduscas del río.
Su sorpresa fue grande cuando vio un ser humano estrellarse contra la cubierta de su barco, justo al pasar por debajo del “Pont Mirabeau”.
Un charco de sangre comenzó a formarse ante la mirada estupefacta de los turistas que sólo habían imaginado un viaje placentero por las aguas parisinas. Un pequeño hilo de sangre se coló por la borda e hizo su camino, descendiendo hasta tocar las aguas del río. La sangre se diluyó de inmediato y nadie jamás sospechó que en dicha corriente aun fluía un recuerdo de Bizet Valletta.

~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~

Archivo del blog