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Confuso... o confundido


Esta historia comenzó hace… años, cuando yo tenía, eh… éramos… hermanos y nuestra madre Mar… se enojaba cada vez que mi hermano mayor… ¿o era el menor?… se subía al altillo y se quedaba encerrado. Entonces ella mandaba a… mi otro hermano, bah o eso al menos creo, para que vaya a abrir la puerta. Pero también él se quedaba encerrado en el… eh… cómo se llama, ese lugar en la parte superior de las… bueno esas construcciones en las cuales vivimos.
Finalmente era yo, me imagino, quien debía subir al altillo (puede que me esté equivocando y que en realidad era el sótano) para sacarlos a ambos de ahí. Digo “ambos” pero existe la posibilidad de que se trataba en realidad de tres niños, sumándose el hijo de los vecinos. (Si efectivamente todo esto había sucedido en el sótano, obviamente tenía que bajar y no subir como he escrito anteriormente).
Todos los jueves por la tarde, ¿o acaso sucedía por las mañanas de los sábados? En fin, había un momento en el cual… bueno, no recuerdo qué era lo que sucedía en esos momentos, pero sí recuerdo que era magnífico y que nos divertíamos mucho. Es extraño porque casi logro visualizar con claridad lo que hacíamos… había una esfera de cuero marrón que saltaba por todos lados… y nosotros corríamos. ¡Claro! Ah no… no era eso. Luego de dicha actividad tan divertida que no logro recordar en este momento, regresábamos a la casa de… rubio y de ojos claros… bueno, y la madre nos preparaba esas cosas rectangulares con mermelada y un vaso de… y el desodorante me irritaba las axilas... ah no, esto sucedió unos años más adelante. Resulta que… ¿dónde estaba? Bueno, no importa.
Cuando terminé la primaria y no quisieron aceptarme en el colegio ese al que van los chicos después de la primaria, papá me dijo que podía venir a trabajar con él. ¿O había sido mamá? Era un taller mecánico, en el centro de la aldea. Las señoras del pueblo venían y se quedaban durante horas charlando y leyendo revistas mientras sus cabezas estaban metidas en unas máquinas cónicas que les hacían no sé qué cosa en el cabello. Tal vez no era entonces un taller mecánico, ya que en dichos recintos se compra el pan por lo general. La verdad es que no puedo asegurarlo… Dejé el… ese lugar donde se estudia, y me fui a trabajar con papá en… aquel otro lugar.
Cuando cumplí dieciocho, y esto lo recuerdo bien porque estaba en la secundaria, que es la escuela a la que van los chicos después de la… en realidad esto es imposible porque creo que no fui a la secundaria. En fin, en algún momento entre aquella época y ahora, conocí una chica. Se llamaba J… o C… tal vez ambas letras formaban parte de su nombre. Recuerdo haber estado profundamente enarbolado… no… la otra palabra, que describe esa sensación que uno siente cuando conoce a alguien que le gusta… fue una locura aunque me cuesta decir bien por qué. Hubo mucho…  y también… y al final terminamos por separarnos, o posiblemente aún estemos juntos.
No sé por qué estoy contando todo esto. Seguramente hay una buena razón que se me ha escapado de la mente. Tal vez incluso tenía algo sumamente importante para decir, pero visto que no lo recuerdo, supongo que lo mejor sería terminar este relato aquí. Por lo tanto, comenzaré por contar cómo nos hemos conocido mi marido y yo. Fue un día de… sol o lluvia… él salía de su casa y… bueno, pasaron un montón de cosas. Luego pasaron más cosas, el perro se salvó y los niños volvieron a ser felices. Nuevamente sospecho que no estoy escribiendo exactamente lo que quiero, cosa que me resulta sumamente fastidiosa. Tengo permanentemente la sensación de querer decir una cosa pero termino diciendo otra, aunque es muy probable que dicha sensación sea falsa y que en el fondo esté diciendo exactamente aquello que quiero decir. También existe la posibilidad de que esté diciendo algo que otra persona quiere decir, como le sucedía a aquel sujeto que conocí en aquella fiesta que alguien había organizado en un lugar. ¡Qué bien que la pasamos! Bah… supongo. Las fiestas están para eso. Digo, para pasarla bien. Aunque a veces la pasamos mal en una fiesta. Como le había sucedido a…hum. A los tres meses el perro ya corría normalmente, pero a su vez los chicos comenzaron a tener las axilas irritadas. Yo estaba justamente abriendo un taller mecánico, en el cual había instalado unos aparatos cónicos para las señoras, pero nunca vinieron. Alguien dijo que era porque estaban encerradas en el altillo o en el sótano. ¡Sí, ahora me vino! Era el sótano. Había que bajar por unas escaleras oscuras. Aunque pensándolo bien, al altillo también llevaban unas escaleras bastante mal iluminadas. El médico les recetó una pomada que debían untar sobre las irritaciones que tenían en las encías, y entonces pudieron volver a correr, mientras el perro atendía el taller. Digo perro, pero ahora me entró la duda de que tal vez se trataba de un gato. De esos feroces, con unos ojos amarillos de color marrón. Lindo animal aquel canino. Tuvo que dejar de usar desodorante porque se le irritaban las mejillas. Pero todo esto pertenece al pasado. Ahora que tengo las axilas irradiadas, debo regresar a mi casa para ver a E… o T… o tal vez no, porque no estamos más juntos.

Pájaros enjaulados


“Me bajo en la próxima,” le dijo la señora al chofer. Este la miró con cierta indiferencia, pisó el pedal de freno y abrió la puerta. La mujer comenzó a bajar, pero no estaba sola. Llevaba consigo varios objetos: una silla, telas enrolladas, una guitarra y un sifón de soda vacío. El chofer esperó impaciente.
La mujer terminó de bajar sus pertenencias y justo cuando el chofer se disponía a arrancar para seguir viaje, la mujer gritó: “¡Momentito, por favor, aún no he terminado!” El chofer, sorprendido, le hizo caso por alguna razón que escapaba a su conocimiento, y esperó.
La mujer subió al colectivo y comenzó a sacar todos los adornos: el peluche de la palanca de cambios, los espejos, los muñequitos y el banderín de Boca. El chofer estaba tan asombrado, que no supo cómo reaccionar y se quedó callado. Los pocos pasajeros que había a esa hora tampoco dijeron nada, excepto un nene de cinco años que todo el tiempo le preguntaba a su madre: “¿Qué está haciendo? ¿Por qué desarma todo?” y la madre intentaba silenciarlo.
La mujer subió nuevamente al colectivo y dijo: “Bueno, ¡ahora se bajan todos y esperan en la vereda!”. Todos se pararon y comenzaron a bajar por ambas puertas. El chofer miró a la mujer, y ésta asintió levemente con su cabeza. También él bajó.
Sin dejar que pase mucho tiempo, la mujer sacó un par de herramientas y comenzó a aflojar los asientos. A medida que los iba sacando, los bajaba a la vereda. Luego desarmó los pasamanos y, finalmente, el volante y la máquina expendedora de boletos.
Entonces hizo una breve llamada desde su celular: al cabo de diez minutos llegó un camión con remolque y se llevó la carrocería del colectivo.
Sobre la vereda estaban todos los objetos que había bajado del coche, el chofer, los pasajeros y una caja con pescados bien salados.
La mujer comenzó a ordenar los asientos tal cual estuvieron dentro del colectivo. Colocó los pasamanos, montó la máquina expendedora de boletos y el volante. Luego le dijo al chofer que podían continuar con el viaje. Éste se sentó frente al volante y la gente comenzó a “subir”, mostrándole el boleto, por supuesto. Tomaron asiento y en seguida subieron nuevos pasajeros que habían formado la fila, pacientemente, mientras la mujer desarmaba el colectivo. Sacaron sus boletos y se acomodaron. Algunos tuvieron que quedarse parados.
Los pasajeros esperaron en silencio, mientras el chofer parecía que arrancaba y comenzaba a manejar. Los que tenían celular llamaron a sus casas para avisar que tal vez no llegarían esa noche para cenar.
Permanecieron así durante un par de horas. Algunos bajaban al quiosco y volvían con algo para comer o beber. Estaban muy nerviosos y muy enojados. La mujer, mientras tanto, agarró sus cosas y se subió a otro colectivo.
El chico que estaba muy impaciente le preguntaba a la madre cuándo llegarían a casa. La madre le dijo que no sabía, que había que esperar...
El chico se cansó y dijo: “me voy”. Se fue caminando por la vereda. La madre salió corriendo detrás suyo.
El resto de los pasajeros se quedó mirando. Muchos quisieron hacer lo mismo, pero permanecieron sentados. Algunos hasta llegaron a insultar al chico por haberse animado a salir con tanta facilidad.
En la vereda de enfrente, desde la vidriera del pet shop, los pajaritos enjaulados vislumbraban la situación y, entre risitas cínicas, comentaron los resultados de los últimos partidos de fútbol.

Corrientes


José trabajó durante veinticinco años en una empresa ferroviaria en la provincia de Corrientes.
En el año 2001, juntó todos sus ahorros, renunció a su trabajo, y abrió una empresa metalúrgica. Al mes, en enero del 2002, a causa del “corralito” tuvo que vender todo lo que tenía para devolver los créditos.
Quedó en la calle, sólo con algunas máquinas sin usar que nadie quiso comprar.
Hoy en día es taxista.


A orillas del Paraná, Don Cepillo cuenta su historia. Solía tener una cantina en la playita, pero la municipalidad la tiró abajo porque estaban construyendo una costanera.
También fue jefe de la barra brava del equipo de fútbol Mandiyú de Corrientes, y profesor de percusión.
Hoy es empleado municipal y está construyendo una cantina para la municipalidad, al lado del lugar donde antes estaba la suya.


La ciudad de Corrientes tiene un pequeño zoológico. En pequeñas jaulas, algunas oscuras, otras sin sombra, en medio del olor a podrido, yacen algunos monos, loros, aguiluchos, tigres y varias especies de aves.
Algunos muestran rasgos de stress, otros de tristeza y resignación.
La ciudad de Corrientes, al igual que el resto de las ciudades del mundo, tiene también cárceles para humanos.


En una feria de artesanos de la ciudad de Corrientes conocí a Julio. Hace 20 años se fue de La Plata, su ciudad natal, y estuvo viajando por todo el país, viviendo de sus artesanías. Nos quedamos charlando un buen rato, bajo la sombra de una palmera, entre rondas de tereré bien frío.

Crónica de dos escritores frustrados


Muxa Lajunamiel estaba sentado frente a su máquina de escribir. Intentó comenzar con algo, y lo único que le salió fue: “Muxa Lajunamiel estaba sentado frente a su máquina de escribir. Intentó comenzar con algo, y lo único que le salió fue:”. Al notar esto, sintió gran angustia y escribió: “Al notar esto, sintió gran angustia y escribió:”. “Mierda”, pensó mientras lo escribía. Entonces se levantó, pero volvió a sentarse para anotar que se había levantado y vuelto a sentar.
Félix Félix Bom era otro escritor, vecino del Sr. Lajunamiel, y él tenía otro problema: sólo podía escribir sobre lo que le sucedía al Sr. Lajunamiel. Imagínense qué aburrido y molesto se encontraba describiendo paso a paso todos los traqueteos del otro.
El Sr. Lajunamiel sintió ganas de ir al baño y tuvo que llevarse su libreta con una lapicera, para escribir justamente que se iba al baño con libreta y lapicera.
El Sr. Bom se vio obligado a describir con lujo de detalles esta escena.
Las cosas siguieron así durante un largo tiempo, hasta que “un día el Sr. Lajunamiel decidió liberarse”, escribió y pensó el Sr. Lajunamiel. Para tal propósito decidió escribir sobre el Sr. Bom. Este sintió mucho temor ya que a partir de ese momento pasaría a escribir sobre Lajunamiel que a su vez escribía sobre él. Por otro lado el Sr. Lajunamiel se dio cuenta de que indirectamente seguiría escribiendo sobre si mismo.
“¿Qué hago?”, preguntó e inmediatamente escribió Lajunamiel, luego de ver que Bom había escrito lo mismo, a raíz de la pregunta formulada por Lajunamiel.
Entonces Lajunamiel, el más valiente y atrevido de los dos, decidió que se amputaría la mano derecha. Mientras Bom escribía esto y Lajunamiel escribía lo que Bom anotaba, Lajunamiel tomó un gran cuchillo y procedió a mutilarse. La mano, una vez separada del cuerpo, siguió escribiendo un poco más y luego cesó de moverse. Pero resulta que el Sr. Lajunamiel tenía un secreto. Era ambidiestro. “Por lo tanto”, escribió Bom, “Lajunamiel siguió escribiendo sobre Bom que a su vez siguió escribiendo sobre Lajunamiel”.
Finalmente, llegó la primavera y ambos decidieron – no sin antes haberlo pasado a papel – encontrarse.
Hablaron durante largas horas, apuntando con cuidado cada uno lo que el otro decía y también lo que ellos mismos decían, hasta que resolvieron traer un tercero que escribiera sobre ambos, y así liberarse de la tan tediosa obligación de hacerlo ellos.
De esta manera fue como me llamaron a mí y ellos vivieron happily ever after.

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