Abrir en una nueva ventana

La casa donde se fabricaban las nubes

Era un día frío pero soleado y yo estaba paseando tranquilamente por las calles de mi barrio, un suburbio tranquilo de casas mayoritariamente bajas en medio de una frondosa vegetación. Caminaba lentamente, sin rumbo definido y muy pronto me encontré en una parte que nunca antes había visitado.
La mayoría de las propiedades tenían muros bastante altos que no permitían que las miradas curiosas de los transeúntes penetraran en el interior. Sólo una estaba separada del mundo por una suerte de pared vegetal – mezcla de plantas trepadoras y flores – y estimo que fue por ese motivo que me detuve e intenté espiar hacia su interior, corriendo un poco los delgados troncos que componían aquella trama espesa y verde.
Adentro un pequeño jardín precedía a una casita de madera. Debajo de una de las ventanas había un gran recipiente de metal colocado sobre una hoguera que ardía con tenacidad. De dicha extraña olla emanaba un humo blanco y muy espeso que ascendía en una larga columna hacia el cielo, fundiéndose con las nubes.
Una idea extraña atravesó mi mente en ese instante, pero la descarté de inmediato. Una nube es un hidrometeoro que consiste en una masa visible formada por cristales de nieve o gotas de agua microscópicas suspendidas en la atmósfera, sonó la voz del profesor en la escuela, interrumpida por una mujer de edad avanzada que salió del interior de la cabaña, portando una palangana que parecía contener algo bastante pesado. Se acercó a la olla y volcó el contenido en su interior. Posiblemente sintió mi presencia porque tornó su mirada hacia mí. Escapé del lugar.
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La ciencia tiene explicaciones para todo, o casi todo; investigar hasta la última consecuencia cada fenómeno, definir cada elemento y catalogar todo aquello cuanto existe en este mundo. Algunas masas de aire que componen la atmósfera terrestre llevan entre sus componentes significativas cantidades de agua que obtuvieron a partir de la evaporación del agua de mar y de la tierra húmeda. Juntándose así con partículas de polvo o cenizas que hay en el aire y bla bla bla… Mi mente volvía una y otra vez a aquella misteriosa casa con la olla sobre el fuego y el humo que subía hacia las alturas. La mujer que había salido antes de haberme escapado tenía un aire muy extraño. Como si no fuera de nuestra época. Como si no fuera en realidad de ninguna época. La idea se presentaba cada vez más cierta: resolví volver a la casa donde se fabricaban las nubes.

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La señora estaba al lado de la olla, volcando en su interior un polvo rojizo, una suerte de pigmento deduje, ya que casualmente en ese mismo instante las nubes habían comenzado a tornarse del mismo color y se estaban alejando en el mismo sentido en el que ascendía la columna de humo. A esta altura creo que me había visto ya, aunque era obvio que lo estaba tratando de ocultar. Supuse que de ser así no estaría molestando, entonces comencé a pasar todas las tardes por el lugar quedándome horas observando su labor que variaba día a día. Algunas veces cambiaban los pigmentos, otras la intensidad del fuego, el volumen del humo o su dirección. Comencé a notar que las condiciones meteorológicas se alteraban en consecuencia. Dicha idea, si bien iba pareciendo más lógica, creaba muchos conflictos con la educación cartesiana que había recibido en mi hogar. Pero, ¿qué vigencia podía tener una teoría científica, por más fundada que era, frente al “savoir faire” milenario de aquella señora? Acaso, ¿no están todas las teorías científicas pendientes de la punta de un cabello? Se me ocurrió que en nuestros días el oficio de fabricar nubes sería el más noble de todos; un puente perfecto entre lo abstracto y nuestro mundo cruelmente concreto.

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Aquella noche, al volver a casa, decidí fabricar mis propias nubes.
Andaba necesitando hacer algo que tuviera sentido.
Aproveché el hecho de que mis padres habían salido, junté algunos leños en el jardín y encendí una gran fogata.
De la cocina saqué la olla más grande que encontré y del despacho de papá, dentro del armario donde guardaba sus fusiles de caza, un receptáculo lleno de polvo gris oscuro cuya consistencia se asemejaba bastante a la de los pigmentos utilizados por la señora.
Estaba decidido a crear las nubes más negras que jamás se habían visto para que luego lloviera con furia sobre nuestra ciudad.
Mantuve el fuego vivo durante toda la noche. Mi intención era comenzar a crear las nubes hacia el amanecer, pero el ruido de las llaves en la cerradura hizo que mis planes cambiaran. Arrojé el pigmento gris al fuego y busqué un lugar para esconderme de la mano represora de papá.
Hubo una tremenda explosión y luego perdí el conocimiento. Al despertar ya había amanecido y todo alrededor mío estaba negro y humeante. Había dos cuerpos incinerados arrojados en posiciones anormales en el medio del jardín. Al levantar la mirada percibí unos hombres con uniformes azules y cascos amarillos guardando mangueras y herramientas extrañas.
Entonces un oficial de policía se me acercó. Me cruzó los brazos detrás de la espalda y me esposó. Me ayudó a incorporarme y luego me condujo en medio de los restos quemados de mi hogar hacia el exterior, donde esperaba un patrullero cuya sirena azul giraba sin cesar.
Los vecinos reunidos en la calle bajaron sus miradas meneando las cabezas.
Antes de entrar en el vehículo levanté mis ojos.
Como si estuviera de luto, el cielo estaba completamente despejado; ni una nube se veía hasta el horizonte.
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