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Polet


“Me llamo Polet”, dijo.
Yo estaba durmiendo y no sabía si la voz provenía de un sueño o del mundo exterior.
Comencé a abrir los ojos muy lentamente y junto con los rayos de luz, se filtró su figura.
¿Habrá sido una mujer?
Tal vez un hada o una cigüeña.
Hablamos un rato mientras yo seguía abriendo los ojos. Comencé a incorporarme.
Cuando al fin estaba despierto, se levantó y se fue.
“Me llamo Polet”, dijo y yo permanecí con los ojos cerrados.

Guiso de Rolando

Siete de la tarde de una mañana de abril. De aquellas que nos dan ganas de mirar documentales acerca de los hábitos alimenticios de los rumiantes más hermosos del mundo.
Dormitorio vacío. Una sola cama matrimonial en el medio, bastante revuelta. Entra Rolando.
- ¿Te preparo el desayuno, querido? - pregunta, mientras unta paté de pimienta en un trozo de almohadón.
- Dale - respondo haciéndome el desinteresado.
- Todavía estas enojado, ¿no? - intenta saber, mientras yo muerdo con pocas ganas la rodaja de almohada.
- Sabes muy bien que estuve esperando todo el año para la cena de anoche. No puedo creer que cocinaste el guiso y no me esperaron para comer - le digo y me largo a llorar.
Él se acerca y entonces saco una espada ninja que estaba oculta bajo la frazada y lo descuartizo en ochenta pedazos. Corro hacia la cocina y tomo un cuchillo. Vuelvo al dormitorio y lo pico bien finito. Junto los trozos de su cuerpo y los arrojo dentro de una cacerola. Agrego morrones, lentejas y una pizca de pejerrey en polvo.
Observo el fuego que va cocinado a Rolando. El guiso de Rolando.
Recuerdo cómo nos conocimos en Edimburgo, aquel verano de 1956. Yo estaba en el parque sentado en un banco, cuando lo vi acercarse, cruzado de brazos, pensando en Mary Poppins. Justo en ese momento un pájaro maleducado hizo sus necesidades sobre mi cabeza. Levanté la mirada y vi que era la mismísima Mary Poppins, que al verme me guiñó un ojo y se alejó volando con su maldito paraguas.
- Dicen que trae buena suerte - dijo Rolando, de pronto parado a mi lado. Lo miré de pies a cabeza y de inmediato comenzamos a bailar coreografías que treinta años más tarde reinventaría Michael Jackson para “Thriller”.
Esa noche salimos a comer en un restaurante irlandés, donde nos sirvieron espárragos en salsa de bobos y hormigas trituradas en aserrín.
Después de aquella hermosa velada, caminamos un rato por la costanera y entonces, antes de darnos el primer beso, nos dimos cuenta de que en realidad ambos éramos hombres. Eso nos llamó fuertemente la atención, porque en la ficha técnica no figuraba nada acerca de una tendencia homosexual o algo por el estilo. Nos quedamos reflexionando sobre el tema un rato largo y luego una rata corta.
- Uno de los dos tendrá que convertirse en mujer - dije muy serio.
- Yo soy demasiado narigón - intentó defenderse Rolando.
- Además, sé preparar guiso – agregó.
Tenía todas las cartas a su favor. “Con razón estoy en un cuento que se llama ‘El guiso de Rolando’”, pensé. Me dio un poco de bronca. Me sentí marginado. Xafier había tomado la decisión de ponerme en desventaja y encima escribía mis pensamientos para que me sintiera mal. Xafier sabía que tenía poder absoluto sobre mis acciones y me podía hacer decir “jrjrjrjrnndndjd” y de esa manera romperme los dientes. Después el dentista lo pago yo.
Pero me resigné y acepté aquel cruel destino. O por lo menos eso es lo que Xafier escribió para que yo hiciera. Mientras tanto, Rolando permanecía de pie, esperando mi decisión.
- No puedo hacer nada - le dije.
Al rato agregué:
- Ambos dependemos de Xafier. Él es el único que puede convertirme en mujer y hacer que esta historia termine de una manera feliz. De esa forma no tendré que descuartizarte dentro de 38 años. Hasta podríamos llegar a casarnos y vivir en Balvanera. Hablaremos ocho idiomas y celebraremos el año nuevo chino en Uzbekistán.
Las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas.
Entonces escuché el sonido de un teclado que parecía provenir del cielo. Mientras las letras seguramente aparecían sobre una pantalla lejana, me convertí en mujer. Mi sueño se estaba volviendo realidad ante los ojos húmedos de Rolando, que ya planeaba nuestro primer guiso como marido y mujer.
Pero Xafier aun guardaba más sorpresas para nosotros y adelantó nuestra noche de bodas, que se llevó a cabo ni bien culminó mi transformación. Además, el hijo de puta me dejó un brazo masculino, musculoso y peludo, con un tatuaje de un ancla y una sirena bizca.
Cuando el cura dijo que nos podíamos besar, también Rolando se convirtió en mujer y el cura murió de un infarto.
Nosotras salimos corriendo, en medio de las protestas de los invitados que reclamaban la devolución del dinero. Robamos un auto y a partir de ahí nos pasó exactamente todo lo que les sucedió a Thelma y Louise en la película que lleva el mismo nombre, y que Xafier nunca vio.
A causa de dichos acontecimientos, el comienzo del relato cambió y nunca llegué a descuartizar a Rolando, que había pasado a llamarse Louise.
Al final resultó macanudo este Xafier. Me salvó de la pena de muerte.
- ¡Mató tu onda, eh! - le grité antes de tirarnos al precipicio.
Él se puso contento y decidió que ese sería el final del relato.

Lunar

El paisaje lunar se extendía frente a él como un manto sombrío e irregular. Detrás, en la lejanía, el sol brillaba con frescura. Se incorporó y comenzó a caminar en línea recta hacia un pequeño volcán que escupía, con cierta frecuencia, unos minúsculos nubarrones grises. Se sentía extremadamente liviano, como si pesara menos que de costumbre. Sus movimientos eran suaves y etéreos.
Extrajo de uno de los bolsillos de su esmoquin una cajita plateada. La abrió y sacó un puro. Se lo llevó a la boca y luego, en el otro bolsillo, encontró el encendedor. Le fue muy difícil obtener una llama estable, más bien una chispa diminuta, y pronto el humo llenó su boca y bajó hasta los pulmones apaciguando su espíritu.
Llegó al borde de un pequeño precipicio. Un cráter se extendía frente a sus ojos, arenoso, grisáceo. Comenzó a descender hasta su centro, ayudado por aquella lentitud que aparentemente caracterizaba aquel sitio. En un momento pisó en falso y rodó con suma tranquilidad hasta acabar empolvado y lleno de rasguños en el fondo del cráter.
Miró hacia arriba. El cosmos negro, infinito con sus millares de estrellas incandescentes. Cada tanto enturbiaba su visión la nube de polvo gris proveniente del volcán que no estaba demasiado lejos de allí.
Se levantó apoyando las manos en una gran roca, que por muy poquito logró evitar en su caída, y con unas rápidas palmadas quitó algo de la suciedad impregnada en su vestimenta, que había sufrido unos tajos verticales, dos en el saco y uno en la manga derecha del pantalón. Exhausto miró a sus alrededores. El panorama era muy similar en todas las direcciones, pero justo frente a él notó algo que le llamó fuertemente la atención. Incrustada en la pared rocosa había una puerta gris completamente camuflada. Se dirigió hacia ella, y al llegar la abrió de un simple tirón.
Adentro estaba oscuro, por lo cual tuvo que sacar su encendedor, que misteriosamente ahora producía una llama vivaz y danzante. La luz tenue que provocaba le permitió ver que se encontraba en un largo corredor tallado en la tétrica piedra lunar. El camino comenzó a descender de manera tan pronunciada que nuevamente se sintió agradecido de no estar en la Tierra.
Pronto el gas de su encendedor se acabó y la llama desapareció con un chasquido sordido. El lugar quedó completamente a oscuras. Resolvió seguir bajando a tientas. La fría piedra punzaba sus manos que se agrietaban a medida que avanzaba. Rápidamente comenzó a sentir el caluroso fluir de su sangre, dándole una sensación húmeda que contrastaba con la sequedad del lugar.
Escuchó un ruido. Si no fuera por la certitud de que la luna carecía de vida, hubiese jurado no estar solo. Se detuvo y trató de agudizar su oído. Silencio. “Será el eco de mis propios pasos”, pensó y reanudó su andar. Pero al poco tiempo, nuevamente aquel sonido, esta vez más cerca. Se aferró a una piedra que sobresalía del muro y esperó sigilosamente. Volvió a escucharlo.
En ese momento se encendió una luz y frente a él apareció una criatura de contextura humana pero con rostro y cola de camaleón. En su mano sostenía una vasija con una vela. Sus ojos giratorios se posaron en él y entonces abrió su boca dejando entrever unos dientes afilados detrás de unos repugnantes hilos de baba viscosa, que se estiraban conforme se separaban sus carnosas mandíbulas.
- ¿Mi sham? - preguntó con una voz que sonó a eructo.
- Mi nombre es Agnes - dijo el hombre.
El camaleón bajó el mentón y dijo algo para sus adentros. Luego, con un ademán, le indicó que lo siguiera. Vela en mano, lo llevó por numerosos pasillos que formaban una especie de laberinto indecifrable para Agnes. Pasando una última curva, llegaron a una sala redonda, cavada en la piedra lunar. Un artefacto extraño, suspendido justo en el centro de la habitación, originaba la luz blancuzca que reinaba en el sitio. De las paredes colgaban unos retratos bizarros, probablemente de los ancestros de aquella horrenda criatura. Sobre el piso había una mesa de piedra y junto a ella una silla, también tallada en la roca. Agnes dedujo que la criatura vivía sola.
- ¿Vives aquí? - preguntó algo temeroso.
- Ken – asintió secamente la bestia.
El camaleón le indicó que se sentara sobre la silla y luego arrojó unas cenizas extrañas al fuego, avivándolo con una sórdida explosión. Un nubarrón de polvo, muy parecido al que emitía el volcán, llenó el ambiente.
- Harrrr Gaash – dijo el camaleón, como adivinando sus pensamientos.
“Claro”, pensó Agnes. “La chimenea de esta extraña vivienda es en efecto la boca del volcán”.
El camaleón sacó una olla gigantesca que a juzgar por el humo que emitía, ya había sido preparada de antemano. “Me estaba esperando”, pensó Agnes. La bestia colocó la olla sobre la mesa y luego le trajo una servilleta roja y azul salpicada con unas estrellas blancas.
Ante la mirada estupefacta de Agnes, el camaleón guiñó uno de sus ojos esféricos.
- Señor, muchas gracias, pero la verdad es que no tengo mucha hambre – Agnes intentó evadir el plato lunar que se le estaba por servir. Ignoraba su contenido, pero tampoco estaba muy ansioso por saberlo. Haciendo caso omiso a sus palabras el camaleón, servido de un gran cucharón, llenó el plato con una sustancia que parecía un guiso de color y consistencia muy poco comunes. Probó el guiso. A pesar de tener sabor rancio no le había disgustado. Vació el plato.
- Haita raev – dijo la bestia mientras retiraba el plato de comida.
- ¿Y usted, no piensa comer? - preguntó Agnes. El monstruo soltó una terrible carcajada que rebotó hasta la demencia en las paredes de aquel misterioso laberinto.
Cuando el camaleón retiró el plato, Agnes reconoció unas letras grabadas en la base. Una profunda sensación de pánico comenzó a invadirlo, pero fue superada de inmediato por un cansancio agobiante que se apoderó de todo su ser. Lo último que pudo ver fue que la bestia le indicaba con uno de sus brazos, un lecho de piedra frío como el mismísimo invierno.

Los aplausos lo despertaron. Abrió los ojos y levantó apenas su cabeza. Al principio todo se veía borroso, pero al cabo de unos segundos su vista de desempañó y frente a él vio cientos de rostros sonrientes, emocionados, aplaudiendo con fuerza. Escuchó también algunos silbidos en la sala. Poco a poco volvió en sí y se incorporó. A su lado había otro ser, aparentemente disfrazado, que sonreía al público y agradecía sin cesar, inclinándose hacia cada uno de los rincones de la sala. Agnes lo imitó, sin entender bien por qué, sólo para pasar desapercibido. Al inclinarse sintió un fuerte dolor de estómago, seguido por una ola de arcadas que le trajo nuevamente a la boca el sabor de aquel guiso lunar.
Miró hacia atrás y vio la salida a los camarines. Juntó fuerzas para hacer otro pequeño ademán al público y luego se alejó camino a la parte trasera del escenario.
Dentro del camarín vio un bolso que llevaba su nombre. Abrió el bolso y encontró un traje espacial. Apurado, antes de que llegara aquel disfrazado que no dejaba de despedirse del público, se quitó las ropas tajeadas y llenas de polvo gris y vistió el traje blanco y abultado que había encontrado. Se colocó el casco y abrió la válvula de oxígeno. Una sutil sensación de vitalidad invadió sus órganos. Ahora también volvía a sentir el peso verdadero de su cuerpo. Salió por la puerta trasera del camarín, y luego de atravesar varios pasillos oscuros, encontró otra puerta.

Nuevamente el frío lunar. Ahora era de noche y gracias al traje logró mantener su cuerpo a una temperatura razonable.
Su garganta se agrietaba por la sequedad terrible que la estaba acosando. “Fuego y té de manzanilla”, pensó Agnes. “Transformados en agua o en vapor de agua que sube hasta el cielo y se convierte en nubes”. “¡Fuego! ¡Fuego!”, repetían las voces. Voces que se alegraban por quemarlo todo.
- ¡Más tarde las cenizas cambiarían en pájaros de verdes plumajes que se echarían a volar llevando los recuerdos olvidados a tierras lejanas! – gritó hacia las silentes rocas lunares.
- Darán sentido al sinsentido y los espasmos de libertad volverán a ahogarse en una taza de té - agregó susurrando.
Pero no hay pájaros en la luna, eso Agnes lo sabía muy bien. Tal vez pequeños lagartos que podría intentar asar para luego masticar sus insignificantes carnes. O algún tallo gris que podría arrancar y rasquetear con él el suelo, bosquejando la huella de algún astronauta. Agnes sentía que el fin comenzaba allí. Ya estaba amaneciendo cuando el volcán volvió a emanar sus nubes. Con sus manos camaleonescas, abrió la puerta gris, incrustada en la pared y se entregó al silencioso laberinto lunar.

Problema y solución




Caminando por Saint Mandé me topé con este interesante dilema que seguramente mucha gente comparte. Como todo problema, basta con una profunda y serena observación para obtener la solución.
En este caso, la salvación viene de la placa dorada que se ve en el fondo, al lado de la puerta.

















Voilà.

Japonés

Aquella mañana, al despertar, me sentí extraño, como si algo hubiese cambiado en mí. Lo primero que hice fue mirarme en el espejo. Mi sorpresa fue grande al descubrir que me había convertido en japonés. Mis rulos largos y rubios habían sido reemplazados por un cabello corto, negro y lacio. Mi barba había desaparecido y en su lugar tenía ahora una piel suave y blancuzca. Los ojos se habían estirado hacia los costados, pareciéndose a dos granos de arroz.
Unas horas más tarde, sentado detrás del mostrador del negocio de artículos de pesca que tengo en la calle Paraná, me llamó mucho la atención que la gente no notara el cambio étnico que había atravesado. Mis clientes entraban y me saludaban, como de costumbre, ignorando por completo que estaban siendo atendidos por otra persona que encima les hablaba en japonés.
Durante la hora de la siesta, momento en el cual el negocio permanece cerrado, comencé a desarmar la computadora, como si estuviera poseído por una fuerza mayor. Utilizando algunas cañas y rieles terminé construyendo un pequeño robot que inmediatamente comenzó a limpiar el local y, luego de la apertura, a atender a los clientes.
Al ver que dicho aparato se las arreglaba solo, decidí vender el negocio y sumando los ahorros que tenía, viajé a Japón.
Ni bien toqué el suelo de la Tierra del Sol Naciente, sentí unas ganas terribles de tomar un buen “Earl Grey”. Me dirigí a un café adyacente y en vano traté de explicar lo que deseaba. El mozo me preguntaba cosas en japonés y por alguna extraña razón no lo comprendía. En ese momento me vi reflejado en un espejo adherido a una de las columnas del recinto y noté, para mi gran asombro, que había perdido mi apariencia asiática y que me había convertido en un señor inglés, vestido de negro, con galera, bigote y bastón. Al quitarme la galera, ya que es de mala educación usar sombreros en interiores, descubrí que mis cabellos rojizos estaban pulcramente peinados con una raya en el costado. Salí del café, paré un taxi y me dirigí al aeropuerto. Tomé el primer avión destino a Londres.
Así sucedió que comencé a viajar por todo el mundo. En cada nuevo país que llegaba, siempre de acuerdo a mis cambios morfológicos, me veía obligado a partir porque nuevamente mi aspecto había mutado.
Luego de largos meses viajando de un continente a otro se me acabó el dinero. Me encontraba en un país desconocido. Comencé a buscar trabajo y me contrataron en un negocio de artículos de pesca que misteriosamente era atendido por un pequeño robot. Como dicho artefacto hacía todo el trabajo, yo me dedicaba a tomar té y a escribir haikus. El robot me miraba con envidia pero por algún motivo nunca me dijo nada.


Ahora, la versión en código binario para leer en familia!



Violín

Tomé mi primera lección de violín a los veintitrés años. Recuerdo con mucha claridad ese instante inicial, aquel olor a madera vieja y estacionada que invadió mis sentidos cuando el viejo Sandoval abrió la puerta. Aun descansa firme en mi memoria la poco común aparatosidad con la cual se desplazaba en el diminuto departamento abarrotado con carpetas amarillentas, que yo estimaba estaban llenas de partituras pertenecientes a los más célebres músicos de la historia.

Sandoval se sentó lentamente en una silla frente a mí y se quedó contemplándome en silencio como si fuera en realidad un psicoanalista. Luego de unos incómodos instantes sentí la obligación de decir algo, de romper el hielo.


- Bueno – titubeé – entonces venía para aprender a tocar el violín.

Esperé unos segundos y agregué:

- Me lo recomendó como profesor Miguel Ramírez, “el Grillo”.

Ni se inmutó cuando mencioné a su más célebre alumno, el “Grillo” Maikel, uno de los mejores violinistas de aquellos tiempos, al menos de los que yo conocía.

El viejo me miraba sin pestañear, como sumergido en un profundo trance.

- Le comento que hace muy poco tiempo que toco el violín y ésta será la primera vez que tomo clases. Hasta ahora vengo tocando de oído.

El anciano introdujo un dedo en su oreja derecha, enterrando hasta la segunda falange en el conducto auditivo. Seguía sin pronunciar palabra alguna.

- Aquí está mi instrumento – señalé el estuche aun intentando buscar conversación – no es gran cosa, vio, no quería gastar una fortuna en uno caro antes de estar seguro de que éste fuera mi instrumento. Dicen que cada uno tiene el suyo. Yo ya he pasado por la guitarra, el ukelele y hasta toqué el triángulo en una banda militar. Pero me aburrí muy rápido.

Hice una breve pausa para tomar aire y seguí:

- Usted se preguntará por qué el violín...

El viejo estaba contemplando ahora una bolita de cera que había extraído de su oído.

- Fue gracias a una amiga que me tiró el I-Ching – cosa de chinos - y ahí había salido algo acerca del destino, el arco y la madera. No entendí nada, pero según mi amiga debía estudiar el violín para lograr un estado de armonía. ¿Le muestro lo que sé?

Sin esperar su respuesta extraje el instrumento de su funda, tensé el arco y luego coloqué la tapa acústica bajo el mentón. Comencé a frotar las cuerdas logrando un sonido digno de una gata bipolar en celo. Las grandes orejas del maestro vibraron al ritmo de la cacofonía que emitía mi violín.

Dejé de tocar esperando recibir alguna crítica, indicación o incluso ser echado a patadas por haberme atrevido a tocar de tal manera ante los refinados oídos del aquel gran hombre.

Pero me equivoqué.

El viejo Sandoval se levantó, con la dificultad que acompañaba todos sus gestos, y se dirigió a la cocina. Regresó con un pote de yogurt en su mano. Se sentó e ignorando por completo mi presencia, sorbió de una sola vez todo el contenido, causando un estruendo bastante más desagradable que el aullido lastimoso que le había sacado a mi violín. Cuando terminó su yogurt arrugó el envase y succionó con fuerza hasta la última gota. Luego lo arrojó al piso donde – entonces noté – descansaban decenas de envases parecidos que emanaban cierto olor a rancio que reinaba en el lugar, desplazando al olor a madera que tanto agrado me había causado al principio.

La primera clase transcurrió sin que vocablo alguno saliera de la boca del maestro. Al cabo de una hora guardé mi instrumento, dejé el dinero sobre la mesa, agradecí y me fui.

Mientras caminaba por la calle cavilé largamente acerca de aquel extraño encuentro. No lograba llegar a una conclusión fehaciente pero supuse que se trataba de algún método vanguardista que hacía de Sandoval el gran maestro que era.

Una semana más tarde, mismo día y misma hora, regresé al departamento del quinto piso. Nuevamente la puerta se abrió, el viejo mirándome con sus ojos vacíos de interés y luego aquel silencio incómodo. Esta vez no intenté sacarle conversación, comprendiendo que un buen maestro no debe tener influencia alguna sobre el alumno sino dejarlo desarrollar de manera plena su potencial.

Toqué durante una hora, pagué y me fui.

Así fue todo aquel año y durante los quince que siguieron. En todo ese tiempo no había escuchado una sola palabra de la boca del viejo. Me había acostumbrado ya a sus movimientos adustos, su mirada inexpresiva y por sobre todo al silencio sepulcral que reinaba en el sitio ni bien yo dejaba de tocar.

A fuerza de la dura práctica me convertí en un excelente violinista. A partir del segundo año comencé a quedarme más tiempo con el viejo y cuando terminaba la sesión limpiaba un poco el departamento, levantaba los potes de yogurt sembrados por el piso y a veces hasta preparaba la comida.

Hacia el décimo año di mis primeros pasos en la orquesta de la ciudad y unos años más tarde debuté en la nacional.

Mi gratitud hacia el viejo Sandoval era enorme. Había encontrado mi instrumento, viajaba por todo el mundo tocando en los más célebres teatros y por primera vez en mi vida sentía que las cosas estaban bien encaminadas.

Fue para esa época que comencé a sentir que ya no necesitaba más tomar clases con el maestro. Mucha gente siente cierta culpabilidad en estos casos, como si se tratase de una traición, nada menos. Pero es verdad que luego de cierto tiempo el alumno debe cortar y seguir su propio camino. No puede marchar eternamente tomado de la mano de su guía.

Una mañana fresca de abril le anuncié a mi mentor la noticia. Intenté suavizar mis palabras, elegirlas cuidadosamente, explicar lo mucho que aquellos años bajo su tutela me habían aportado, y que ahora debía lanzarme al mundo por mi cuenta. Agregué que nunca dejaría de recordarlo y sentir gratitud hacia él y hacia todo lo que había hecho por mí.

Como de costumbre, el viejo siguió con sus ojos carentes de contenido, la mirada perdida como si fuera un autista o sufriera del mal de Alzheimer y no supiera quién era yo.

Me retiré del lugar sin volver la cabeza atrás.

Unos meses después, cuando pasé por la ciudad en medio de una gira mundial, decidí ir a saludar al viejo maestro.

Me sorprendió ver que la puerta del departamento había sido pintada de otro color.

Toqué el timbre y al rato abrió una joven mujer. Pregunté por el viejo Sandoval y ella me miró extrañada. Le expliqué que en aquel lugar había tomado clases de violín con uno de los más grandes maestros de nuestra generación. Incluso le di una descripción minuciosa del viejo con la esperanza de que la mujer pudiera reconocerlo y darme alguna información sobre su paradero.


- Mire señor – hablaba lentamente como si yo tuviera dificultades para comprender - aquí vivió durante más de treinta años mi abuelo Orestes. Si bien la detallada descripción que me acaba de dar encaja perfectamente con la suya, le aseguro que no fue maestro de violín. De hecho nunca se interesó demasiado por la música y en los últimos veinte años sufría de una sordera absoluta en ambos oídos.


La mujer me ofreció un yogurt, pero yo me levanté aturdido, salí sin saludar y caminé durante largas horas por las calles frías y mojadas.

Aquella noche, ante una sala repleta y desconcertada, di mis primeros pasos con la flauta dulce.
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