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El Misterio

Una nueva marca de teléfonos celulares había aparecido en el mercado local. Ofrecía un aparato extremadamente llamativo, en distintos colores y con nuevos servicios que relegaban a la competencia.
Al poco tiempo la gente comenzó a cambiar sus teléfonos viejos por estos novedosos artefactos. Resultaba imposible evitar los afiches publicitarios mostrando aquel último grito del diseño y la tecnología.
Al encender la radio, la televisión o ambos para tener diferentes opiniones y más temas para conversar con los amigos, uno podía escuchar o ver(1) comerciales muy bien pensados que promocionaban estos nuevos teléfonos.
La gente hablaba de ellos, pensaba en ellos y los deseaba. Los hombres los utilizaban para seducir mujeres. Las mujeres los portaban a la vista ya que es sabido que los hombres son atraídos por las damas modernas.
La empresa supo llegar a todos los estratos de la sociedad: los ricos fueron los que menos trabajo dieron ya que cualquier cosa que está de moda los atrae; a los de clase media fue bastante fácil convencer, presentando dicho aparato como un medio esencial para trabajar y progresar; finalmente, gracias a eficaces publicidades y planes de pago que presentaban al producto como si fuera un regalo y una credencial de ascenso social al mismo tiempo, muy rápido se logró también introducirlos entre las clases menos pudientes.
La gente se fue convenciendo de que no se podía vivir sin teléfono celular y si se tenía uno, mejor que fuera el mismo que tenían los demás.

B. Arielini (nombre ficticio), fundador de la empresa, estaba sentado en su lujoso despacho fumando un cigarro cubano. Miraba la pantalla de su computadora sobre la que aumentaba constantemente la cantidad de usuarios que se iban sumando, segundo a segundo, a las interminables listas de clientes. Decenas de miles de puntos coloridos sobre dicha pantalla indicaban la posición exacta de cada uno de ellos. Su mano derecha jugueteaba nerviosamente con el ratón. De pronto los músculos de su cuerpo se crisparon como si en lugar de tabaco su cigarro estuviera relleno de pegamento instantáneo. Pulsó el botón izquierdo del ratón.
Lo que sucedió después muy poca gente pudo contar: hombres, mujeres, niños y numerosos perros de razas finas, yacían en posiciones poco naturales con sus sesos volados, esparcidos por doquier. Algunos también aparecieron con graves heridas en las caderas, arrojados en la vía pública, desangrándose lentamente. Otras personas murieron de susto ante dicho espectáculo.
Mientras tanto las palomas, sentadas sobre los cables de electricidad, dieron la señal para iniciar aquel salto evolutivo que desde hacía tanto tiempo anhelaban.

(1) Ambos en el caso de la televisión
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