Abrir en una nueva ventana

Mendigo

Caminaba tranquilo por la calle jugando con unas monedas de diez centavos en mi bolsillo.
Pasé al lado de un mendigo que estaba apoyado contra la fachada de un edificio. En su mano sostenía un vasito de cartón.
No suelo dar limosna pero esta vez sentí ganas de hacerlo. De vez en cuando no está mal ayudar un poco a los que tienen menos que uno.
Me acerqué entonces al hombre y arrojé las monedas en el vaso mientras en mis labios se dibujaba una amable sonrisa.
El hombre miró su vaso y luego a mí. Le hice una señal indicando que no hacía falta que me agradeciera, pero en cambio me gritó:
- ¡Pero qué mierda está haciendo, forro!
Sorprendido, me alejé del lugar. Al final resultó ser un demente. A los pocos pasos giré mi cabeza y vi que el hombre me estaba siguiendo, despachando insultos e injurias.
En un momento me detuve y le hice frente.
- ¿Por qué mierda tiró estas monedas en mi café? – inquirió.
- Disculpe - dije, comprendiendo mi error – es que lo vi parado con el vaso en la mano y pensé que era un mendigo.
- ¡Encima me trata de ciruja! ¡Sólo porque no estoy vestido tan elegantemente como usted! ¡Racista!
- Pero no se lo tome así, fue sólo un error. Venga conmigo y le pagaré otro café.
- ¡Sigue menospreciándome! ¡No necesito su maldito café, yo tenía el mío!
- Bueno, pero le estoy ofreciendo uno nuevo, así puede seguir tomándolo tranquilo.
- ¿No comprende? ¡No quiero su café! Quiero éste que me acaba de arruinar con sus prejuicios.
- Hombre, lo lamento… qué más le puedo decir…
- ¿Hombre? ¿Y cómo sabe que soy un hombre? ¿Por qué sigue sacando conclusiones guiándose por las apariencias?
- Bueno… no sé… tiene rasgos masculinos, barba… - el asunto se estaba tornando denso.
- ¿Barba? – preguntó sobresaltado – ¡podría ser falsa!
Dicho esto, se quitó la barba revelando una piel lisa como el trasero de un recién nacido.
- Bueno, igual no deja de parecer un hombre – dije entretenido.
- ¡No! – ahora parecía realmente furioso - ¿por qué sigue insistiendo en clasificarme?
Entonces, se sacó lo que resultó ser una peluca y luego la ropa. Sin esperar reacción alguna de mi parte, siguió quitándose una máscara de látex, los brazos y las piernas. Ante mí había ahora un canguro de un hermoso pelaje. Brincando coléricamente en el lugar me miró desafiante.
- ¿Y? – escupió en mi dirección.
Muy tranquilo le respondí:
- Bueno, admito el error, entonces usted es un canguro. Pero, ¿cómo podía haberlo adivinado?
- ¡Usted no tiene arreglo! – dijo el animal enojado.
Con un movimiento brusco abrió un cierre oculto en su abdomen y se quitó aquel extraordinario vello que lo cubría y que no era más que un disfraz muy bien logrado. Debajo apareció un enano barbudo con un sombrero puntiagudo de color violeta.
- ¡Ahhhh! – exclamé sonriendo – ahora comprendo. ¿Dónde están las cámaras? - pregunté mientras miraba a mis alrededores.
- ¿Qué cámaras? - el gnomo parecía estallar de furia – no se trata de ningún programa de televisión, ¡esto es la vida real! – agregó gritando.
Tuve ganas de pulverizar a ese maldito enano maleducado, pero mi buena educación católica me detuvo.
Mientras tanto, roja de ira, la diminuta criatura se desenroscó la cabeza y, tomándose de los hombros con las dos manos, abrió su cuerpo en dos. Emergió un pequeño jabalí que luego de dar unas vueltas nerviosas en la vereda, explotó en medio de un gran nubarrón de humo blanco. Cuando el humo se dispersó noté que sobre el suelo descansaba un sapo verde con manchas rojas.
El bicho me observaba como si estuviera esperando que yo hiciera algo. Verifiqué que nadie me estaba mirando y entonces lo levanté y le besé suavemente la cabeza.
Inmediatamente se convirtió en lombriz y sin esperar mucho desapareció con otra magistral explosión dejando sólo un pequeño microscopio. Levanté el aparato y miré por el ocular. Luego de manipular un rato las perillas logré ver con nitidez una ameba que parecía sumamente enojada. Al poco tiempo se esfumó. Como no tenía una herramienta más potente que me permitiera seguir las mutaciones de aquel ser tan intrigante, decidí olvidarme del tema. Levanté las monedas que se habían caído al suelo y olfateando la acera me alejé en busca de olores familiares.

Negro



Anoche, mientras lavaba los platos se me dio por voltear la cabeza y mirar por la ventana. Afuera estaba todo negro. Si bien la oscuridad es un fenómeno intrínseco de la noche, aquel negro era diferente. Tenía una densidad que nunca antes había visto. Cerré la canilla y abrí la ventana. Me invadió una leve sensación de vértigo.
No se veía absolutamente nada. Ni luces, ni siluetas de edificios. Cerré la ventana tratando de tranquilizarme. “Posiblemente haya niebla”, pensé. Decidí recostarme y dormir. Esperaría la luz del día. Pero al despertarme nada había cambiado. A pesar de que el reloj marcaba las siete, la oscuridad en el exterior seguía siendo densa como la más extrema carencia de luz. Asustado, desperté a mi mujer y le ordené no abrir las ventanas. Tenía un mal presentimiento. Salí del departamento, bajé por las escaleras y llegué hasta la puerta de entrada. A través del vidrio se reflejaba la misma oscuridad opaca, sólida, que había visualizado desde el ventanal del departamento. Abrí la puerta. La misma sensación de vértigo que había sentido antes. Al rato mi mujer llegó y se detuvo a mi lado. - Salgamos – dijo. - ¡No salgo ni loco! No se ve nada. - Yo salgo – sentenció, dando un paso en la oscuridad. Su pierna desapareció en la densidad negra. La tomé por el brazo y la arrastré hacia el interior. Su pierna había desaparecido. Ella ni lo había notado. No había sangre ni rastro alguno de herida. Era como si alguien hubiese borrado su extremidad con un programa de edición gráfica, dándole un efecto esfumado, un corte irregular. Si bien ella no sentía dolor, estaba histérica. Comenzó a gritar que la dejara salir a buscar su miembro ausente. Traté de detenerla, pero estaba tan exasperada que logró zafarse y pegó un enorme salto hacia el exterior. Desapareció tras la muralla negra que empezaba inmediatamente después de la puerta. Grité su nombre, pero no hubo respuesta alguna. En mi desesperación me descuidé y asomé un poco la cabeza. Más tarde, ya de regreso en casa, noté que la parte superior de mi cráneo había sido devorada por aquella misteriosa negrura. Las horas pasaron sin evidenciar cambio alguno en la situación. Decidí salir al pasillo, golpear algunas puertas y ver cómo estaban los vecinos. En lo de los Martínez nadie atendía. “Claro”, pensé, “ellos parten muy temprano, generalmente está oscuro aun y no se habrán dado cuenta”. Subí al tercer piso. En el corredor vi a Doña Matilde, o mejor dicho lo que quedaba de ella. La mitad de su cuerpo había desaparecido como si alguien lo hubiese borrado con una goma, partiendo del eje central que atravesaba su cuerpo, desde la cabeza hasta los pies. Saltaba sobre su pierna restante y estaba buscando algo en su bolsillo. Al verme dijo: - Creo que las llaves estaban en el otro… Posiblemente a causa de nuestras voces, otros vecinos comenzaron a asomarse. Algunos sin brazos, otros sin piernas, cabezas o sólo mitades de cuerpos, todos con ese efecto esfumado, como una aureola de niebla rodeando el muñón. Ninguno evidenciaba sufrir dolor ni tampoco tenía nadie explicación alguna para lo que estaba sucediendo. Al abrir las ventanas, ningún ruido provenía del exterior. Ningún pájaro, auto y menos aun personas. Era como si hubiese un verdadero vacío allí afuera. Además, los aparatos electrónicos habían dejado de funcionar, hecho que aumentó nuestra incertidumbre. La situación siguió igual durante unos días más hasta que una mañana nos dimos cuenta de que la masa oscura había retrocedido unos pocos metros. Si bien seguía allí, tan densa como antes, ahora era posible visualizar el camino que llevaba del edificio a la vereda. Yo fui el primero en atreverse a cruzar la puerta de entrada. Algo temeroso, apoyé un pie en el exterior y suspiré aliviado al sentir el pavimento firme bajo mis pies. A partir de aquel día la cortina negra retrocedió cada vez más, descubriendo fragmentos del paisaje tan familiar para nosotros, como si nada hubiese ocurrido, como si todas las cosas hubiesen estado allí durante todo aquel tiempo. Al cabo de un mes aquella masa oscura se había reducido a una esfera del tamaño de un estadio de fútbol. La vida había vuelto prácticamente a la normalidad, salvo el hecho de que los desaparecidos nunca volvieron y los mutilados pululaban por todos lados, con sus rasgos atenuados y su asombrosa falta de dolor. El hecho de poder volver a circular por la vía pública nos permitió encontrarnos con vecinos, enterarnos de nuevos desaparecidos o mutilados y aprender que aparentemente en todos lados la experiencia había sido igual. Finalmente la esfera negra desapareció por completo en el desagüe fluvial de la esquina de la plaza central. Nadie supo qué fue. Los medios hablaron muy poco del tema. Ignorábamos también si aquella entidad negra seguía existiendo bajo el pavimento, aguardando que algún niño introdujera la mano por la tapa del desagüe en busca de su pelota para tragársela y cercenar su joven cuerpo. De hecho todos evitaban aquel sitio y casi olvidábamos el asunto si no fuera por los mutilados con sus muñones esfumados, que siempre reaparecían para impedirlo.

El tren que nunca puedo tomar



Todas las mañanas al doblar la esquina de la calle que baja hacia la estación lo veo pasar. Y nada importa que yo saliera más temprano de casa. Siempre lo veo seguir de largo, ni bien salgo de la curva. Las ventanas de sus vagones forman entonces una sonrisa burlona que se va estirando conforme los coches desfilan, algo desdibujados, por el anden vacío. Y no es que yo fuera un remolón. Soy de madrugar, tendencia que se vio exagerada a fuerza del desafío al cual me estaba retando el tren.

Pero no lograba cambiar mi suerte. Después, obviamente, pasaban otros trenes y siempre llegaba a destino con la puntualidad característica de un reloj suizo falso. No era ese el problema. Me quemaba por dentro el saber que aquel maldito tren se me escapaba por tan sólo cincuenta metros. Hasta llegué a pensar que el conductor me esperaba en la estación y gracias a un sofisticado juego de espejos, arrancaba en el momento exacto que yo doblaba la esquina, lleno de esperanzas.

Otra teoría más descabellada, pero no por eso menos lógica, decía que en realidad el tren tenía alma propia, tal vez una reencarnación de algún enemigo del pasado, y esta era la forma que había encontrado para vengarse de mí.

Así seguían transcurriendo mis mañanas. En mis oídos riffs distorsionados y veloces servían como banda de sonido para aquel estado de incertidumbre. Escalas disonantes, agudas o graves, y un redoble de batería que arrojaba mis expectativas al suelo cada vez que pasaba aquel recodo.

Por las noches siempre acosado por el mismo sueño. Un amigo que escapaba de los servicios secretos ecuatorianos, pedía asilo en mi hogar. Llegaba y yo salía a recibirlo en el pasillo. Pero sólo veía un perro pequeño y peludo guiado por una correa que andaba suspendida en el aire. Al entrar en el departamento el perro desaparecía y mi amigo se volvía visible, su cuerpo totalmente desnudo. En este lugar me levantaba sobresaltado, siempre a horario como si se tratase de un reloj despertador onírico.

Durante meses y meses intenté encontrar relación alguna entre aquel sueño y el tren que tan grotescamente se burlaba de mí.

En mi afán psicoanalítico interpreté el sueño de diversas maneras, entre ellas la necesidad de desnudarme frente a la estación de trenes, hecho que me valió catorce días de prisión y una flor de gripe.

En la cárcel al sueño de siempre se le sumó otro en el cual yo corría por las vías férreas a una velocidad poco probable, pasando de largo por todas las estaciones, burlándome de los pasajeros boquiabiertos que dejaban escapar nubes de vapor matutino mientras me seguían con sus miradas.

Al pasar por mi estación miraba calle arriba, sin detenerme, y entonces veía al tren que doblaba la esquina a todo vapor, jadeando, observándome tristemente con sus dos faros delanteros mientras yo me deslizaba parsimoniosamente por las vías.

En ese momento solía despertarme, cubierto de sudor, corriendo en círculos dentro de la celda que no debía medir más de nueve metros cuadrados.

Ni bien quedé en libertad decidí que la única forma de volver a una vida normal sería detener aquel tren, cueste lo que cueste.

Mi primer intento fue tender una red entre dos postes de luz ubicados en ambos lados de la vía. Al día siguiente, nuevamente llegué a la esquina en cuestión para ver el tren atravesando la red como si se tratase de una telaraña.

Aquella noche volví al lugar equipado con herramientas pesadas. Mi intención era quitar al menos dos tramos de vía.

De más está decir que ni siquiera logré aflojar una de esas tuercas gigantescas que sostienen las vías contra el suelo.

Me arrestaron por conspiración terrorista y fui indagado durante trece días en un centro de detención especial. Un policía de aspecto hispano me hizo recordar los agentes del servicio de inteligencia ecuatoriano que habían aparecido en mis sueños, sintiendo una vez más que todo estaba relacionado.

Me liberaron explicándome que lo mío era una casualidad y que la solución se encontraría pidiendo al empleado de la estación una ficha con los horarios de los trenes.

Obviamente en mi interior sabía que esta gente no sabía lo que estaba diciendo, pero puse un semblante de comprensión para que me liberasen lo antes posible.

Lo que sucedió después fue más extraño aun. Si bien sabía con certeza que todo aquel asunto se trataba de una mera venganza ferroviaria, las dudas comenzaron a carcomer mi cerebro. ¿Y si los demás tenían razón? Entonces retiré uno de esos horarios de trenes, imposibles de leer a causa de la alta densidad de números y letras.

Luego de largas horas con la ficha en una mano, un reloj y una calculadora en la otra, comencé a comprender lo que supuestamente debía informar dicho trozo de papel, impreso con tanta elegancia inútil.

Al día siguiente, luego de un breve desayuno, salí apurado, horario en mano. Según la tabla tenía siete minutos para llegar a la estación, tiempo más que suficiente. Ya cerca de la famosa esquina, los números impresos sobre el papel comenzaron a cambiar. El horario de mi tren se adelantaba sin cesar. Comencé a correr y doblé la esquina justo cuando el horario del papel coincidió perfectamente con el de mi reloj y con la pasada del tren que nunca puedo tomar.

Furioso, llegué hasta la estación desierta y comencé a golpear y patear todo lo que estaba a mi alcance.

Esta vez decidieron que sería prudente internarme en un hospital psiquiátrico. Casualmente el sitio se encontraba al lado de las vías. Entre tren y tren, siempre puntuales y siempre deteniéndose en mi estación, pensaba mucho en el pasado. No precisamente en el mío sino el pasado colectivo, común. Cómo indagamos los sucesos históricos con cierta distancia analítica sin pensar que en ese mismo instante somos parte de otro análisis parecido que se llevará a cabo en un futuro cercano o lejano, y así sucesivamente hasta el final de los tiempos. Cómo en cada momento dado consideramos que la vida siempre fue de tal o cual manera y muy difícilmente podemos imaginar un cambio profundo y radical.

Todos estos pensamientos atravesaban mi mente en un constante movimiento de ida y vuelta y cual trenes pasaban, se detenían y volvían a ponerse en marcha. Cada vez que algún pensamiento realmente profundo se me estaba por ocurrir, al doblar por aquel recodo de la mente que desemboca en una verdadera gran revelación, veía cómo el tren seguía de largo, llevándose consigo a todas esas ideas que asomaban sus cabezas por las ventanillas de los vagones, dejándome como siempre solo en una estación desierta. El próximo tren siempre pasaba, cierto. Pero nunca volvía a darse aquella combinación única de pasajeros perfectos que sólo volvería a repetirse la próxima vez que intentaría, en vano, alcanzarlo.

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