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La final

Era mediodía. El lloraba detrás de sus anteojos de sol. La ciudad transcurría a sus alrededores, la gente entraba y salía del metro, los autos se detenían en el semáforo para luego arrancar y seguir hacia donde sea que van los autos cuando los semáforos cambian a verde.
Ella también lagrimeaba detrás de sus gafas oscuras. Se abrazaron largamente y después ella se fue.
El permaneció allí, mirando cómo se alejaba sin darse vuelta.
Por un momento dudó si bajar al metro o quedarse ahí y al final salió caminando detrás de ella.
La alcanzó media cuadra más adelante. Nuevamente un largo abrazo y entonces fue él quien se alejó, de regreso a la estación. Sin volverse atrás. Al llegar a la boca del metro, encendió otro cigarrillo. Ella ya estaba acercándose, quitando con la mano una lágrima que había logrado asomarse debajo de sus enormes lentes oscuras.
Yo estaba sentado en un banco, siguiendo con atención los vaivenes de aquella triste situación.
Tal vez bajo la influencia del mundial, lo único que logré pensar fue: “Están empatados. El la siguió una vez. Luego ella”.
Sólo entonces distrajeron mi mente los recuerdos de numerosas situaciones parecidas que había vivido en el pasado.
Cuando volví a mirarlos, ella se había ido. Esta vez no regresó.
Al rato, él también se marchó.
Al igual que en mis recuerdos, la final la ganó ella.

El Decapitado





Pienso sólo en ella en este instante, en ella, que no pudo entender siquiera que también mi corazón es de humo y que yo no soy sino ligero… ligero… ligero… ligero

Aldo Palazzeschi – El código de Perelá





- ¿C…A…B…E…Z…A…?

La señora, anciana de cabellos plateados, se tomó del pecho y luego se derrumbó a los pies del decapitado, que hizo un leve ademán con el cuello y siguió caminando con una confianza y una precisión que cualquier vidente envidiaría.

Poco tiempo después repitió la misma pregunta a un grupo de niños que estaban jugando con una pelota de cuero. Por un instante creyó que tal vez se trataba de aquello que había perdido, pero al acercarse notó que era realmente un balón.

Los niños se alejaron corriendo y cuando se encontraron a una distancia prudente, comenzaron a lanzarle piedras.

Con el cuello inclinado, el decapitado se alejó del lugar repitiendo sin cesar “c…a…b…e…z…a…, c…a…b…e…z…a…”, mitad para sí mismo mitad con la esperanza de que tal vez alguien lo oyera y pudiera ayudarle a hallar lo que estaba buscando.

Unos días atrás, C aun poseía una cabeza normal, al igual que el resto de los seres mortales, con la excepción de algunos insectos y otros bichos raros que habitan en las profundidades del océano y que realmente cuesta saber si poseen dicho órgano o no.

Al igual que la mayor parte de la gente, C tenía un trabajo simple que le permitía vivir modestamente, lo cual significaba que estaba mucho mejor que el ochenta por ciento del resto de su especie.

Residía en un departamento cuyo alquiler representaba la mitad de su salario, su heladera contenía lo mínimo indispensable para sobrevivir y en el centro del comedor tenía un televisor de 84 centímetros, conectado a una consola de juegos que a su vez estaba conectada a la computadora y a su teléfono celular.

Una noche, mientras se reía junto a A y B en el bar del barrio, su mirada se cruzó con Z que estaba sentada en una mesa en la otra punta del recinto junto a E. Como C no era para nada tímido, se levantó de la mesa con su copa en la mano (la tercera o cuarta de la velada) y preguntó con una sonrisa pícara si podía sentarse junto a Z y E. Ellas, devolviendo la sonrisa, aceptaron.

El resto de la noche transcurrió entre vasos y carcajadas y cuando las primeras luces del alba aparecieron detrás del horizonte, un grupo de cuerpos tambaleantes salió del bar y se alejó cantando calle abajo.

Unos meses más tarde se estaba mudando al departamento de Z porque “había más espacio”, decía ella.

Z venía de un lugar lejano, ubicado a unas quince horas de avión de la ciudad natal de C. Z trabajaba en un banco y en las horas libres se dedicaba a estudiar idiomas. Los diferentes idiomas del mundo la apasionaban porque según ella “cada idioma es en realidad un conjunto de sonidos e ideas que forman un mundo en sí, pero al mismo tiempo es sólo una ínfima parte de todos los sonidos y todas las ideas que puede reproducir y generar el ser humano”. Su objetivo era llegar a aprender todos los idiomas que existen para poder al fin bucear en lo más profundo del espíritu humano.

C en cambio hablaba un sólo idioma y no sólo que no veía interés alguno en aprender otro, sino que comenzó a sentir que desde que estaba con Z la riqueza de su vocabulario disminuía constantemente. Ella decía que eso se debía a las horas que dedicaba a sus pasiones tecnológicas, pero él sospechaba que había algo más, sin poder señalar exactamente de qué se trataba. Cada nuevo idioma que Z comenzaba a aprender traía consigo un enorme bagaje de palabras e ideas que le costaba mucho traducir al idioma de C. Y él sentía cómo partes enteras de su vocabulario desaparecían como si se tratase de un conjunto de edificios en demolición. Había dejado de hablar casi por completo no tanto por vergüenza, porque no era tímido, sino por falta de palabras. Z le describía fenómenos extravagantes, sensaciones completamente exóticas que lograba experimentar gracias a su vasto dominio lingüístico y él apenas lograba escuchar unos sonidos que su mente no lograba traducir en algo comprensible. Y cuando C quedó completamente desprovisto de palabras notó que las letras del único abecedario que conocía se esfumaban también. El orden de su desaparición era aleatorio, o al menos eso pensaba, porque notaba que Z intentaba explicarle algo al respecto, pero él escuchaba sólo un montón de silabas inconexas que rebotaban en sus oídos y continuaban resonando en su mente como si fuera el eco de un grito lejano en un valle árido.

Entonces Z se fue. Algo le dijo antes de cerrar la puerta. El quiso creer que fue una palabra de despedida pero por más que intentó diferentes combinaciones de las pocas letras que aun recordaba, no logró descifrarla.

Y fue así que despojado de todo se encontró deambulando por las calles repitiendo las seis letras que representaban todo el bagaje que tenía, buscando aquello que desapareció llevándose consigo palabras, conocimientos y recuerdos o tal vez como única reminiscencia de aquella noche en la que todo había comenzado



Ilustración: Ariel Brandolini

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