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Entrevista a Xafier Leib's



- Buenas tardes.

- Buenas tardes.

- Estamos llegando al final del año. ¿Cómo lo resumiría usted?

- Café corto con dos azúcar, por favor.

- ¿Perdón?

- Café corto con dos azúcar.

- Disculpe pero no lo entiendo…

- No hay nada que entender. Quiero un café con dos azúcar.

- Pero no soy mozo. Lo estoy entrevistando para la revista “Monogamia en Laponia”.

- Ah… entiendo. ¿Cuál era su pregunta entonces?

- Quería saber cómo se siente al final de este 2008 que fue tan productivo para usted.

- Para el orto.

- ¿Perdón?

- ¿Y el café?

- Me parece que no estamos yendo a ningún lado…

- ¿Qué?

- ¿Va a responder a mis preguntas?

- ¡Por supuesto!

- Bien. Entonces, pasemos a la segunda. ¿Qué momentos prefiere para escribir?

- ¿Y el café?

- Aquí está señor.

- Gracias. Es muy amable de su parte. ¿En qué estábamos?

- Quisiera saber cuándo es que prefiere escribir.

- En realidad nunca. Acabo de dejar la literatura para trabajar con perros alcohólicos.

- ¡Ah, pero qué bien!

- Sí, la verdad es que esto me tiene muy contento.

- Sí, se nota. Pero lamentablemente a nuestros lectores no le va a interesar mucho.

- Entonces hablemos de otra cosa.

- ¿Por ejemplo?

- De los tornillitos más pequeños que se usan en la construcción de las grúas amarillas.

- ¡Ah! ¡Pero qué bien!

- El café está frío…

- Disculpe, enseguida se lo cambiamos.

- No, deje, igual me tengo que ir.

- Pero, la entrevista…

- Ponga cualquier cosa. Diga que soy un genio, extravagante, arrogante y pelotudo.

- Sería una lastima. Sus lectores…

- ¡Me cago en los lectores!

- ¿Y qué puede revelarnos acerca del próximo año?

- Ah… bueno… tengo algunos proyectos nuevos, pero son secretos todavía. Sólo puedo decir que tendrán que ver con las vacas.

- ¿Vacas?

- ¿Dónde?

- Recién usted mencionó las vacas.

- No.

- Pero le digo que sí.

- No trate de imponerme palabras que no he dicho. Todos los periodistas son iguales.

- ¡Pero si es usted el periodista!

- ¿Cómo? ¿Yo? ¿No era yo el escritor?

- Ah… sí… puede ser. Aunque yo también escribo a veces.

- No me diga. ¿Y qué es lo que escribe?

- Cuentos cortos que publico en un blog.

- Es muy moderno eso.

- Y sí, hay que adaptarse a los tiempos que cambian.

- ¡Yo hago lo mismo! Creo que nos estamos confundiendo; no sabemos bien quién es quién…

- Deberíamos haber filmado esta conversación. ¿Qué hacemos?

- No importa. Sigamos charlando.

- Pero, ¿y la entrevista?

- ¿Acaso no podemos publicar una simple charla entre dos personas que no saben quiénes son?

- No estaría mal. ¿Pero la gente qué dirá?

- Y si la gente por lo general tampoco sabe bien quién es.

- Eso es cierto.

- En todo caso ya se nos acabó el tiempo.

- ¿Me traería otro café?

N@ví da2




Capítulo Primero

Era tiempo de fiestas. Toda la familia estaba en plenos preparativos preservativos primitivos, y mi hija, Juanita, venía corriendo por la colina con sus dos úteros rubios flameando en el viento leve del mediodía.

Sentía alegría por el año que se venía, tristeza por el año que se estaba yendo y la verdad es que me daba lo mismo el año que se quedaba.

Llegó la noche con todos sus cantos, pajaritos, ensalada de lechuga, asado y el lechón que trajo Márioantonieto.

El vino fluía como el agua, el agua fluía como él vino, se sentó y empezó a comer. “Él”. ¿Quién era ese “él”?

La misma pregunta se hicieron los demás en sus mentes, y yo curioseé: “Si esto fuera la escena de una película, ¿desde la cabeza de quién se estaría narrando?” Me fascinaba pensar en cómo cambiaría la película de cabeza en cabeza...

Por las dudas miré sobre mi hombro izquierdo, corroboré que no había cámaras ni cables ni luces ni gente cool con claquetas digitales y escupí tres veces.

“¿Quién era él? ¿De dónde había salido? ¿Quién nació primero: los huevos o la gallina?”

Sara tuvo el valor de preguntar primera: “Che, ¿y vo, quién so?”

Ante tal pregunta, él dejó la tira de asado que estaba comiendo con las manos y dijo muy seriamente: “Navídados, se escribe N-@-v-i- espacio d-a-2”. Luego se calló y nos observó a todos. Se hizo un silencio sepulcral, cuando de pronto el lechón, que aún nadie había tocado, estalló en una terrible carcajada seca y llena de tos.

Todos intercambiamos miradas, sin decir la palabra “alguna”. A mí me tocó la mirada de Sara. No estaba nada mal, pero prefería la mía.

Entonces N@ví da2 rompió el silencio y dijo: “che, pasame la ensalada, rusa!” El lechón volvió a estallar en carcajadas, y casi se ahoga a causa de la tos. En un momento llegó a pedir: “por favor, ¡cómanme que no doy más!” mientras seguía riendo y tosiendo.

Nadie se movió. ¿Quién era este enano para venir a pedir ensalada?

No lo había mencionado, pero N@ví da2 era enano, con barba larga, ojos pequeños y cejas enormes. Llevaba uno de esos gorros rojos puntiagudos, una camisa de ceda verde, un gran cinturón marrón que sujetaba unos pantalones de hule negro y unas botas de vaquero. Era una mezcla de enano de cuento con Bono.

Entonces Sara, que tenía mi mirada, preguntó nuevamente: “¿Y por qué ese nombre, eh?” A lo que el enano respondió, carcajada lechonina de por medio: “Ah, es una historia larga, llena de traiciones, sangre, pasión y desperfectos técnicos. Soy el profeta de los dados a quien siempre le da dos, y también uno de aquellos que traen dados”.

Ante nuestras miradas de incomprensión, intentó ampliar un poco los conceptos. “Mi nombre proviene del hebreo, donde la palabra “Naví” significa “profeta”. “Da2” por dos motivos: porque me encanta jugar a los dados y porque lamentablemente, cada vez que los arrojo, da 2...” El lechón estaba patas para arriba, tomándose, con sus miembros delanteros, de sus costillas expuestas.

El enano siguió: “Naví en hebreo también significa “traeremos”.

“Vine para darles la noticia de que hubieron recortes allá arriba. A Papá Noel lo rajaron a la mierda. Primero porque costaba una fortuna mantener ese trineo. Esos ciervos estaban muy mal acostumbrados, dormían sobre alfombras persas y tenían ocho sirvientas que se ocupaban de todos sus quehaceres. Además el chabón gastaba mucho en barbería, sastre y se estaba zarpando con los regalos. Hasta hubieron rumores de que se trataba de lavado de dinero”.

“Encima estuvo prestando su nombre para protagonizar algunos cuentos muy idiotas”.

“La gente quiere algo nuevo”.

N@ví da2 se detuvo y nos miró. Estábamos todos atónitos. El lechón estaba sentado sobre el borde de la mesa, suspiraba y se daba palmaditas en una de sus rodillas traseras.

“Hicimos varios cacerolazos,” siguió el enano, “queríamos un cambio. Entonces el Dios decidió echarlo, lo obligó a pagar todas las multas que debía por estacionamiento, y me eligieron para reemplazarlo. Me obligaron a cambiar la “a” por el “@” y el final de mi nombre por el número “2”. “Es lo que se usa”, dijo el Dios.”

“Pues, aquí estoy, ésta es mi primer visita. Pasame la cerveza, negra!” El lechón salió corriendo al baño a vomitar. Nunca había visto un lechón tan estúpido.





Capítulo Decimocuarto

“Che, cambiemos las miradas”, le dije a Sara. Ella me miró y dijo que prefería quedarse con la mía y que en todo caso, hagamos una apuesta y el que gane decidirá con qué mirada se queda.

Yo acepté, y sugerí jugar a la ruleta rusa. Jacob dijo que mejor tiremos las cartas y fue a buscar su escalera.

Abraham e Isaac estaban totalmente borrachos y se fueron abrazados a buscar al lechón, que seguía riendo y vomitando en el baño repitiendo “ensalada – rusa; cerveza – negra”.

Entonces hubo una gran discusión, hasta que se escuchó un grito agudo y todos callaron y miraron al enano: “Traje dados” dijo y sacó una pequeña bolsa de cuero de uno de sus bolsillos. “Que cada uno elija un número y luego arrojaré los dados. El que acierte se quedará con la mirada que quiera. Si pierden ambos, me llevaré yo todas las miradas”. Su vista se detuvo en cada uno de nosotros. Otra vez se hizo silencio. Hasta el lechón se calló y, asomándose por la puerta del baño, eructó silenciosamente. “Acepto”, dijo Sara. Todos los ojos giraron hacia mí. “Bueno, dale”, dije tragando saliva.

“Elijan los números”, dijo N@ví da2. “Siete” dijo Sara. Yo elegí el tres. Entonces el lechón estalló nuevamente en carcajadas diciendo, “por favor, basta que soy asmático, me van a matar de nuevo”. El enano, muy concentrado, agitó los dados en el vaso y los arrojó sobre la mesa. Giraron un rato largo, más largo que de costumbre, y luego muy lentamente se detuvieron. Uno y uno. “Dos”, anunció el enano, un tanto decepcionado.

El lechón no podía más de la risa y murmuró, “no lo puedo creer. No lo puedo creer”.

“Sus miradas, por favor”, dijo N@ví da2. El lechón casi se ahoga. Entonces Isaac le pegó el primer mordiscón y el lechón se calló.






Capítulo Ochenta y ocho

Algo me decía que no íbamos a volver a escuchar más a ese lechón. Durante un rato todos olvidaron los últimos sucesos y se dedicaron a eliminar todo resto de cerdo.

Al terminar la comida, Mishka, el primo hermano de Golem, me dijo: “Che, Lobez, no te hagas el dolobu, dale la mirada al enano”. Me dieron ganas de ahorcarlo, pero no pude hacerlo porque estaba demasiado lleno. Entonces N@ví da2 dijo: “Tiene razón este hombre. Tu mirada por favor”. Como mi mirada en realidad la tenía Sara, le di la que tenía en ese momento, que era la suya. Luego me di cuenta de que me había quedado sin mirada y que de esta forma no iba a poder recuperar la mía. Mi decepción fue tan grande, que le ofrecí a N@ví da2 ser su esclavo. De esta manera por fin me liberaría de esta familia desastrosa.

Entonces N@ví da2, delante de la mirada petrificada de todos los presentes, se convirtió en un renacuajo y pegó tres saltitos en el aire. Esto último que acabo de escribir es pura mentira, lo puse para hacerme un poco el loco. También me quiero hacer el bocho y quién dice si no me pongo siliconas y me hago mujer de una vez por todas.

Volviendo a nuestro tema, N@ví da2 me pidió salir a solas al jardín. Una vez en el jardín, me comentó que en realidad tenía ganas de buscar a Papá Noel ya que corrían los rumores que tenía intenciones de postularse para las elecciones celestiales del 2003, cosa que N@ví da2 quería evitar. Por lo tanto, y teniendo en cuenta mi oferta, me propuso viajar con él hacia el más allá y ayudarle en su búsqueda.

La decisión no fue tan difícil. No tenía nada que perder. Así que quedamos en hacerlo luego de los “cuetes” y volvimos con la familia.


Capítulo Cuashrocientos Vishnei

Para todos aquellos que han olvidado sus muertes, les cuento que no es tan grave. Uno siente una especie de mareo, como si le bajara la presión, y luego simplemente se eleva hasta un pasillo largo. También les aviso, ya que estamos, que lo de la luz blanca no corre más. Remodelaron todo, y ahora está este pasillo, con paredes que en realidad son pantallas de cuarzo líquido, donde pasan videos musicales.

En ese momento, estaban pasando uno de Britney Spears.

N@ví da2 me pidió que lo siguiera. Caminamos un rato hasta que vi un cartel que decía: “Atención: A 200 metros estación de Peaje. Disminuya la velocidad”.

“¿Peaje?” casi le grité al pobre enano. Una pareja que tenía muy mal aspecto, se dio vuelta para mirarnos y luego siguieron arrastrando los restos de sus cuerpos.

“Peaje”, respondió el enano con un suspiro. “Así es desde que privatizaron todo”.

Seguimos caminando hacia la estación de peaje. Ni siquiera quise preguntar con qué pagaríamos, pero supuse que él se ocuparía del tema.

Unos mendigos sentados, apoyados sobre las pantallas, extendían sus manos pidiendo monedas. Uno de ellos me llamó mucho la atención. Tenía el cabello largo, hasta los hombros, vestía ropa de cuero y se meneaba todo el tiempo con los ojos desorbitados. Tenía un rostro sumamente familiar. Cuando pasamos a su lado, me miró y dijo: “This is the end, my only friend, the end”. Esa frase me resultaba conocida, pero por algún motivo no podía recordar de dónde. Me olvidé del tema al llegar al peaje. Entonces N@ví da2 sacó unas monedas y se las extendió al empleado. La barrera se abrió y nosotros pasamos.

“¿Tienen dinero?” pregunté asombrado. N@ví da2 sacó una moneda y me la mostró. Era muy parecida a la moneda de 1 peso, sólo que decía: “Banco del Más Allá”.

Entonces llegamos a un gran cruce de caminos. Un gran cartel anunciaba: “¡Hoy 20Hs. Elvis Presley vs. John Lennon por el Titulo del Más Allá en peso mosca!” Aquel lugar se estaba poniendo cada vez más ridículo.

N@ví da2 dobló a la izquierda. “Comenzaremos por el lugar más lógico donde uno puede encontrar a alguien como Papá Noel: El infierno”.





Capítulo Seis, seis, seis

Los portones del infierno estaban siempre abiertos. Antes de llegar a ellos había que cruzar un gran puente colgante, sobre un enorme río de fuego. “Esto es exactamente igual a lo que describen las escrituras sagradas”, pensé. Sentí un gran temor ya que no me sentía seguro de estar preparado para lo que seguramente vería ahí adentro. “Morir de un infarto ya no podes”, dijo N@ví da2 como si hubiese leído mis pensamientos. “Tiene razón...” me dije a mi mismo, sin estar muy convencido.

Pasamos por el gran portón y en seguida estábamos caminando por un nuevo pasillo, muy parecido a los que conectan las estaciones de subte.

Fue entonces cuando conocimos a Markintofet. Era un hombre de unos 70 años, que aun usaba pañales. N@ví da2 se lo llevó a un lado y le susurró unas palabras al oído. Entonces Markintofet asintió y sin agregar palabra alguna nos llevó por diferentes pasillos hasta que llegamos a una gran sala.

En esta gran sala, de altas columnas, baldosas rojas y techo de fuego, había un gran trono de lava, sobre el cual estaba sentado el mismísimo diablo, Satanás, el señor de las tinieblas. Tan temible como una sanguijuela en un día de primavera. Su cola puntiaguda estaba metida en su nariz. Finalmente la sacó y luego habló: “¿Qué lof trae hafta aquí?” Su voz se parecía a la voz de Charly Chaplin en sus películas mudas. N@ví da2 tomó la iniciativa y respondió: “¡No te hagas el canchero, Hector!” Satanás, sonrió tímidamente y se levantó de su trono, dejando a la vista una bandera de Greenpeace. “Mucho gufto, señoref, Zatanaf a fuf ordenef”, dijo salpicando una buena cantidad de saliva. Me estrechó la mano.

“Quiero que nos digas dónde se esconde ese maldito Papá Noel”, ordenó N@ví da2. Tenía mucha autoridad aquel enano. Satanás, asustado, le dijo: “Eftá pefcando almaf perdidaf en el gran lago de fuego”.

N@ví da2 sacó un pez de uno de sus bolsillos y se lo puso en la boca. Satanás se lo devoró, golpeando sus manos y luego se alejó jugando con una pelota, mientras murmuraba, “Grafiaf”.


Capítulo Mucho

Ni siquiera Nelson Mandela podría imaginar que Papá Noel estaba pescando en el gran lago de fuego, mientras planeaba su reelección. A medida que nos acercábamos al lago, se veían carteles que decían: “Ho ho ho 2003”.

Nos acercamos sigilosamente, pero el viejo gordo nos escuchó. Giró hacia nosotros y dijo: “Ho, ho, ho”. Casi me tropecé con el balde que tenía a su lado. Miré hacia su interior y vi que estaba lleno de almas apretujadas. “¿Lo hace por deporte o las come?”, pregunté. Papá Noel me observó severamente y dijo “Ho, ho, ho”. N@ví da2 me miró como queriendo decir, “te dije que era medio estúpido...”

Papá Noel colocó una nueva carnada en el anzuelo y luego lo arrojó hacia el fuego.

N@ví da2 me indicó con una seña que levantara el balde con las almas. Entonces metió una mano adentro de los pantalones de Noel y le estiró los calzones hasta la altura de los hombros. Noel pegó un grito mientras se tomaba de sus genitales. Entonces N@ví da2 le arrancó la barba y le quitó la peluca y casi me desmayo al ver que nuevamente era aquel mendigo del pasillo de entrada. “Come on baby, light my fire”, empezó a gritar desaforadamente, mientras las llamas a su alrededor ardían con más fuerza. Salimos corriendo, pasamos por miles de pasillos, jugamos a las escondidas y luego salimos por el portón.

Una vez afuera, N@ví da2 me dijo: “Lo sabía. Lo sabía”.

“¿Si lo sabías para qué hicimos todo este camino?” pregunté algo enojado.

“Logramos detenerlo, pero seguramente volverá. Ahora es hora de regresar a casa”.

Entonces ambos caminamos hacia el sol que se estaba escondiendo. Contamos hasta treinta y comenzamos a buscarlo. Caminamos un buen rato en la oscuridad, hasta que logré ver un destello de luz detrás de uno de los árboles. Era el sol. “te quemé”, le grité. El sol tardó en salir, muy triste. “No te apagues”, le dije, tratando de consolarlo, “todos perdemos a veces.” Entonces noté que N@ví da2 había desaparecido. Enano de mierda. Me dejó en aquel lugar, se quedó con mi mirada y logró detener a Papá Noel. Seguramente será reelecto.

Así que me amigué con el sol, y ahora vivimos juntos. El me calienta durante los inviernos infernales y yo le canto canciones y le rasco la espalda. También le preparó compotas, pero él no sabe valorar nada. Siempre quema todo. Me dice que no es a propósito, que es su naturaleza, y yo le contesto que si quiere mantener la relación, deberá cambiar. Está bien que sea el sol, pero yo soy un hombre y tengo mis sentimientos también.

Creo que en uno o dos años, nos vamos a casar.





Feliz navidad.

¿Papá? No... ¡él!

Acto I – No encuentro mi recibo de sueldo

Estábamos a mediados de diciembre y aún no había encontrado mi recibo de sueldo. A pesar de eso, el clima en casa era festivo. Mamá corría de un lado a otro, llevando ollas del comedor a la cocina, platos de la cocina a su habitación y luego las ollas de la cocina al comedor.

La abuela estaba sentada en su silla mecedora, leyendo su libro favorito “Charlando en el Bidet”.

Mis hermanos aparecían de vez en cuando con algún objeto navideño clavado en los ojos, gritando o llorando.

Mi mujer, como siempre, quejándose de todo y alimentando a la pequeña lagartija, que llamamos “Muho”.

Mis hijos, que siempre se ocupan de cortar el pescado en cuadraditos, estaban sentados juntos en el pórtico, sacándose los mocos.

Como he mencionado, yo estaba buscando mi recibo de sueldo, cuando de pronto me percaté de que no veía por ningún lado a mis nietos. Son gemelos pequeños que entre ambos no llegarán a los 5 años.

Aldo, mi tío abuelo, ex dictador y técnico dental, se había colocado unos trapos de piso sobre la suela de sus zapatos e iba patinando por el comedor mientras hacia zapping con una porción de pizza congelada.

Todo parecía estar en orden, menos el hecho de que mi recibo de sueldo no aparecía por ningún lugar.


Acto II – Herbert trae una comadreja y Aldo pierde la vista


A eso de las tres de la tarde llegó Herbert. Herbert es mi abuelo materno, un joven de 27 años, ingeniero físico, físico-culturista, turista aficionado, y también Mantecol. Tenía un paquete en manos y Algo me decía que no se trataba de los regalos navideños. Mientras Algo me decía eso, Aldo, mi tío abuelo, domador de serpientes y oportunista famélico, dijo algo completamente diferente: “¡Javal al a Chauchas!” gritaba sin Cesar, que había salido al almacén. “¡Trae una comadreja!”

Todos se dieron vuelta. Era verdad. Herbert había traído una comadreja. Toda la familia se vio levemente horrorizada. El único que parecía mantener la calma fui yo. En realidad hace tiempo que nada me alteraba. Esto puede deberse a la cirugía a la cual me sometí hace un tiempo, y en la cual me sustrajeron la glándula pituitaria, y en su lugar me pusieron un algodón mojado con unos porotos de soja. “Vas a ver qué lindos se ponen cuando brotan” me dijo el médico, Alb Erto, cirujano y cajero en un banco.

Herbert soltó la comadreja y comenzó a abrazar a cada integrante de la familia. Yo pensé, “tal vez el recibo de sueldo esté adentro de esa maldita comadreja...” y me fui a la cocina a buscar un cuchillo.

Como es enunciado en el principio de éste Acto, Aldo debería perder la vista, pero parece que al final la conservó un par de años más. Por lo tanto, tomé la decisión de sacarle los ojos a la comadreja y de paso me fijé si llevaba mi recibo de sueldo en su interior.

La respuesta fue negativa.


Acto III – El arbolito de navidad se ofende y amenaza con no laburar más


Mi abuela Jessica, al recordar que había dejado la estrella del árbol en su casa, soltó a mi nieto Abraham, que se estrelló contra el piso. Para que se den una idea, vivía en Villa Crespo. Inmediatamente hubo un silencio sepulcral en toda la casa. Hasta mi nieto, que sabía contar hasta 12, dejó de llorar a causa del fuerte golpe que había acabado de darse, y que probablemente le valdría con una vida larga en silla de ruedas.

Todos los ojos se dirigieron hacia mi abuela. Ella sacó su flauta y comenzó a tocar una melodía extraña. Luego se levantó y salió. Los ojos la siguieron. Llegó hasta el río y los ojos siguieron marchando, como hipnotizados, y cayeron al agua uno por uno.

Julio, el árbol de navidad, se mostró sumamente ofendido. “Cómo van a olvidarse la estrella,” murmuraba mientras escupía hojas secas. Se cruzó de ramas y se sentó en un rincón, mirando hacia otro lado.

“Ahora sí que no voy a encontrar mi recibo de sueldo,” pensé teniendo en cuenta la falta de ojos.

Había ruido en toda la casa. Se escuchaban movimientos torpes, uno se tropezaba con el otro, con los muebles, las alpargatas y el chaleco antibalas.

En ese momento me acordé de mis clases de Yoga, con Mathambre Guindha, y enfoqué mis esfuerzos en la búsqueda de la luz interior.


Acto IV – Donde encuentro mi luz interior y me decepciono al descubrir que se trata de una lamparita de apenas 25 watts...


Me crucé de piernas, y comencé a pronunciar la palabra “Om”. Me llevó un tiempo alcanzar el silencio, pero finalmente desaparecieron los ruidos. Entonces vi la primer imagen. Frente a mí pasaba un cebú rojo, vestido con un trajecito de ballet rosa. Se movía de una manera muy suave sobre sus dos patas traseras. Se fue y luego apareció el traje de balet solo, aunque aún mantenía la forma del cebú. Entonces comencé a ver el paisaje. Estaba en el medio de un bosque, en un claro. Habían pecesitos rojos que nadaban por todos lados y llevaban canastos con legumbres a sus casas. Pensé que tal vez en alguno de esos canastos podía encontrar mi recibo de sueldo, pero no tenía forma de alcanzar aquellos peces. Se movían por el aire como si fuera agua y atravesaban el traje de ballet, que seguía flotando ahí con la forma del cebú. Me imaginé que el cebú se habría comido mi recibo de sueldo, pero entonces me di cuenta de que me estaba apartando de mi objetivo principal, que era hallar mi luz interior.

Volví a concentrar mis esfuerzos y después de mucho tiempo logré ver una lucecita que apenas se encendía entre los dos agujeros que antes contenían a mis ojos. Cuando alcancé agudizar mi vista, noté que era una lamparita común y corriente, cuya luz era muy tenue. Al rato pude leer que decía “25W”. Y pensar que los orientales perdieron tanto tiempo en esto...

Ni bien pensé esto volví a la realidad.


Acto V – Regresan los ojos, vuelve el orden y se termina el relato.


Para mi gran sorpresa, al volver a la realidad, los ojos estaban retornando. Chorreaban agua y algunos, menos resistentes, temblaban de frío. “Qué groso”, pensé. Ni bien obtuve mi vista nuevamente, comencé a poner un poco de orden en la situación.

El tema éste de mi recibo de sueldo me estaba poniendo verdaderamente furioso. Comencé a preguntar uno por uno, a todos los presentes, si lo habían visto. Nadie sabía nada.

Estaba a punto de estallar, cuando de pronto uno de los gemelos gritó: “Papá”, señalándome a mí. Esto era un indicio. Tal vez yo mismo había robado el recibo de sueldo, y me hacía el distraído para no encontrarlo y luego, mañana o pasado, lo sacaría con una sonrisa de satisfacción.

Pero entonces, el otro gemelo, (¿o tal vez habrá sido el mismo?) gritó: “No.... Él!!!” y señaló hacia la puerta.

Entonces la puerta crujió y entró un hombre barbudo, vestido de rojo, con una gran bolsa sobre sus espaldas.

Esta vez ninguna mirada fue dirigida hacia él, para que no vuelva a suceder aquel asunto de los ojos. El hombre sonrió y sacó un paquete de su bolsa. Examinó con su mirada a todos los presentes y finalmente sus ojos se posaron en mí. Extendí mi mano hacia el paquete, lo tomé y lo abrí. Gracias a dios, ¡era mi recibo de sueldo!

El hombre extraño sonrió y salió, cerrando la puerta detrás de él.

Ahora el clima en la casa había cambiado. Yo comencé a bailar con mis nietos, sosteniendo el recibo de sueldo en la mano, mientras Aldo, mi tío abuelo y primo hermano, tocaba el violín. Jessica, mi abuela y también líder de un grupo terrorista, comenzó a acompañarlo con una tuba.

Estábamos todos felices, hasta que de pronto alguien volvió a tocar el timbre. Aldo dejó el violín y abrió la puerta. Otra vez era aquel hombre barbudo, vestido de rojo, pero esta vez su cara no irradiaba alegría. “La grúa me llevó el trineo”, dijo tristemente. “Claro, la vereda está pintada de amarillo”, le dije mientras miraba por décima vez mi recibo de sueldo.

“No importa, quedate con nosotros y mañana lo vamos a buscar”. Él aceptó. Fue nuestra mejor navidad.

El Robo

Aquella mañana desperté recordando que debía ir al banco. Luego de la ducha y un buen desayuno, salí de casa y pasé por la sucursal más cercana. Era temprano pero aun así había bastante gente.
Una vez adentro noté un muchacho joven que sacó un arma de su bolsillo y, disparando en el aire, gritó:
- ¡Todos quietos! ¡Esto es un robo!
Asustado, sentí cómo la sangre se helaba en mis venas. En la palma de mi mano el frío era realmente intenso y al mirarla noté que estaba empuñando una pistola cuya proveniencia desconocía por completo.
El ladrón no pareció haber notado mi presencia. Tomó por el cuello a uno de los empleados y, apretando el cañón del revolver contra su cabeza, le ordenó al otro que vaciara todo el contenido de la caja fuerte, empotrada en la pared detrás suyo.
- No tengo la combinación – intentó el empleado una respuesta evasiva.
- ¡Nada de jueguitos pelotudos, que pueden costarte muy caro! – le grité. Podía sentir el olor a sudor mezclado con un perfume barato que provenía del hombre cuyo pescuezo mis brazos apretaban.
El funcionario detrás del escritorio abrió mientras tanto la caja y comenzó a colocar los fajos de billetes en la cartera de cuero negro que el ladrón le había entregado.
Yo sabía que el hecho de tener un arma en la mano me permitía salvar la situación, quedar como uno de aquellos héroes televisivos que todos admiran.
Mis cavilaciones fueron interrumpidas por el maletín que me estaba entregando el banquero. Tomé el portafolio con la mano que sujetaba el arma y arrastrando al empleado que tenía de rehén, me fui desplazando hacia la puerta. Por el peso del maletín deduje que contenía una buena suma de dinero.
Antes de salir, el ladrón arrojó el hombre al piso.
Guardé el arma en el bolsillo del saco y me dirigí corriendo hacia la calle en la cual había estacionado mi vehículo. Entonces escuché las primeras sirenas.
El ladrón llegó a su automóvil y comenzó a buscar desesperadamente las llaves.
- Lo tenía que haber dejado en contacto – dije. Las llaves no aparecían en ningún lado. “Se habrán caído mientras corría”, pensé. Decidí ir hasta la estación de tren próxima, abandonando el coche.
El ladrón se alejó corriendo. En la primera esquina fue interceptado por un patrullero.
Con la cara pegada al asfalto caliente me esposaron, las manos por detrás, y me introdujeron en el vehículo. Luego de una larga interrogación en la cual intenté explicar que sólo era un testigo y nada tenía que ver con el asalto, decidieron dejarme preso hasta que terminaran de escuchar los testimonios.
Al ladrón le dieron quince años. Yo pasé cada día de esos quince años, cinco mil cuatrocientos setenta y cinco en total, en la misma celda con él, lamentando la injusticia que se había cometido. Él, lo que hubiese podido hacer con todo ese dinero.
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