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El Plagio


Anoche, cuando regresé a casa había un sobre en el buzón. Se trataba de una invitación para participar de un certamen literario. Entusiasmado me lancé a leer las bases. La consigna era escribir acerca de una anécdota de viaje. Empecé a repasar mis viejos escritos, filtrando los que podían corresponder con el tema del concurso. Luego de un largo debate interno me decidí por uno que había sido publicado en mi primer libro "Llueven Uñas". Pero una de las condiciones del concurso era que el relato debía ser inédito.

Descarté entonces dicho texto y me aboqué a la selección de otro. Pero mi mente siempre volvía a aquel cuento precozmente descalificado. Tenía una fuerte sensación de que debía ser ese, sea lo que sea.

Entonces se me ocurrió una idea brillante. Decidí plagiar mi propio escrito. Tomar aquel texto que tanto me gustaba, realizar algunas modificaciones que si bien no cambiarían el sentido, harían del mismo un nuevo relato, apto para todo certamen.

Inmediatamente puse manos a la obra. Con una habilidad que hasta el mejor de los escultores envidiaría, recorté, agregué, elegí sinónimos. Al cabo de algunas horas obtuve el resultado deseado. Al día siguiente, presenté el cuento en el certamen.

Un mes más tarde se publicaron los resultados y mi nombre estaba entre los ganadores. Indignado, llamé a un abogado y envié un telegrama acusándome por plagio. En el telegrama, exigía el reconocimiento inmediato y público de dicha falsificación, más una suma importante en carácter de indemnización. Al llegar a casa y encontrar el telegrama en el buzón estallé en un ataque de ira. Me costaba creer que me estaba haciendo esto a mí mismo. Tranquilamente podía haberme callado y disfrutado junto a mí persona del importante premio que había ganado. Pero ese maldito sentido de la ética y de la justicia suprema siempre tiene que interponerse entre los pequeños momentos felices de la vida y yo. Resolví entonces contratar también un abogado y devolver batalla a este ser, que a partir de aquel momento ni siquiera toleraba ver reflejado en el espejo, uno de los primeros objetos que arrojé a la basura. Luego siguieron las fotos. Llegué hasta el límite de instalar un virus en la computadora y perder todo lo que había escrito hasta ese momento. “Eso seguro va a enseñarme a escribir mis propias historias en lugar de robar cosas que ya había escrito antes”, pensé furioso mientras observaba cómo el virus se iba devorando toda la información guardada en mi ordenador. Unos días más tarde llegó la citación del tribunal. Me presenté en carácter de acusado y acusador y obtuve un veredicto que me puso muy contento. Me obligaron a pagarme a mí mismo una multa que triplicaba el premio del concurso y además perdí los derechos sobre ambas obras, la original y la plagiada, que inmediatamente pasaron a ser mías. Esa noche, en casa, descorché una buena cantidad de botellas. No sé si fue por euforia o desesperación, pero me agarré una borrachera de aquellas y al día siguiente decidí tomarme un año sabático y viajar al Caribe. Sin duda, merecía disfrutar de un buen descanso.

El Viento Caliente

El viento caliente arrasó con todo. Se llevó casas y edificios; incluso aquellos cuyos cimientos estaban bien enterrados en el suelo. Plazas, estaciones de servicio, autopistas, puentes y túneles. Barrió con los árboles y las flores que decoraban las calles principales de las ciudades y los pueblos. También se llevó por delante campos y montañas; evaporó lagos y ríos, calcinando a los seres que vivían en sus interiores. Y a las personas. Ricas y pobres. Feas y bellas. Negras, amarillas, rojas y blancas. A los mestizos también. Y a los que tenían autos grandes o chicos; casas con piscina o diminutos monoambientes abarrotados de porquerías; deportistas, malabaristas, drogadictos y hombres de familia. Se tragó familias enteras. Y a los enfermos, sin importar si se trataba de un cáncer o simplemente de un resfrío. A los pacifistas y a aquellos que vivían de las guerras. Religiosos, laicos, ateos, homo y heterosexuales. Bilingües, mudos, sordos, ciegos, poetas y vagabundos. Carniceros, mecánicos, contadores y directores de empresas multinacionales. El mismo destino corrieron los presidentes, primeros ministros, reyes, emperadores, generales y jefes de turno en restaurantes de comidas rápidas. Mayordomos, adolescentes, criminales y filántropos. Desertores y veteranos de guerra, con sus medallas, uniformes e insignias de honor.

El viento caliente fulminó todo. Consumió todas las formas de existir, pensar y actuar, dejando sólo unos granitos de polvo gris. En lugar del aire quedaron unas partículas refulgentes que al ser respiradas provocaban una picazón en todo el cuerpo, por fuera y por dentro, antes de convertirlo a uno en una polvareda sombría.

Solamente quedé yo, que no soy rico ni pobre; feo ni bello; negro, ni blanco, ni amarillo; no tengo casa ni practico deportes; no consumo drogas ni tengo familia; no estoy enfermo pero tampoco soy sano; no apoyo las guerras pero tampoco anhelo la paz; no creo en nada, pero disto mucho de ser agnóstico; no hablo ninguna lengua, no soy mudo, ciego, o sordo aunque me abstengo de hablar, mirar y escuchar; no tengo trabajo pero no soy vago, y estoy en contra de toda manifestación política, aunque no tenga ni un pelo de nihilismo o totalitarismo encima. Solo, como único testigo junto a las cucarachas que no parecen ser afectadas por aquellas partículas mortíferas.

La historia sobre cómo decidí acabar este cuento


Había salido esa mañana a las ocho y media. Hacía frío. Mucho frío. Sólo sentía calor bajo las uñas de mis dedos índices.

No llegué a caminar una cuadra cuando algo me llamó fuertemente la atención. Ese algo tenía todo el aspecto de un ser humano, de sexo femenino, acariciando los cincuenta años de edad. Hubiese pensado que se trataba realmente de una agradable homo sapiens, a no ser por las dos puntitas de ala blanca que se asomaban por debajo de su campera sintética color verde moho.

“Un ángel”, pensé al pasar a su lado.

Nuestras miradas se cruzaron, ella exhalaba lentamente el humo de su cigarrillo. No le di mucha importancia a este evento. Al fin y al cabo, hoy en día uno se cruza con todo tipo de sujetos extraños.

Seguí mi camino y a las dos cuadras mis ojos se posaron sobre otro ejemplar celestial femenino, que también estaba fumando parsimoniosamente. Recordé un libro que había leído, del famoso dentista Jorge Bucal, donde casualmente decía que nada es casual. Por lo tanto, decidí intentar una conversación con ella.

Me acerqué y le pregunté la hora, mientras en mi pecho se abría una pequeña pantalla de cuarzo líquido por donde se deslizaban los subtítulos. “Por si las moscas”, pensé. La criatura proveniente de los cielos me miró con sus ojos entreabiertos y tomó una larga bocanada de humo, para luego dejarla fluir cual serpientes en celo hacia mis pobres orificios nasales. Tosí como un degenerado, mientras ella me tomaba del mentón y me levantaba la cabeza, hasta que nuestros ojos volvieron a encontrarse.

- Aquí hay gato fermentado - dijo con una voz algo misteriosa.

Su mirada me intimidó. Cerré la pantalla de cuarzo líquido y me dispuse a seguir caminando, pero al girar casi me llevo por delante un hombre delgado de cabeza rapada, vestido con un extraño atuendo oriental. El hombre me miró asustado, luego se incorporó e intentó sonreír.

- Hare Krishna - le dije, intentando hacerme amigo y a la vez demostrarle mis amplios conocimientos étnicos.

La sonrisa del hombre fue desvaneciéndose lentamente.

- ¡Tu vieja en tanga! - respondió y se alejó rengueando por momentos con su pierna izquierda, por momentos con la derecha.

Ante semejantes eventos tomé la decisión de ir a comer una salchicha en “Clo Clo”. Paré el primer taxi libre (1)... (2)

A medida que nos acercábamos a destino, noté que tanto el auto como el conductor comenzaban a desvanecerse. Durante las siguientes 12 milésimas de segundo sufrí un susto bárbaro. Luego sentí preocupación por mi integridad física, durante otros 23,2 segundos. Entonces, decidí hacerle saber mi inquietud al chofer. Con una vocecita que sonó a serrucho sin filo pasado por aceite de onagra prensado en frío, le pregunté:

- ¿Hei, hei, hei, what´s going on? - mientras en la radio sonaba un grupo que cantaba lo mismo.

Nuevamente apareció Jorge Bucal dentro de una burbuja, sobre el lado izquierdo de mi cabeza. “Nada es casual”, dijo mientras hacía un tratamiento de conducto.

El taxista giró su cabeza:

- Es un nuevo servicio que tenemos. ¡Guarda que llegamos!

En ese momento el auto desapareció por completo y caí de culo sobre la vereda. A los diez segundos volvió a materializarse a unos quince metros. Se detuvo y me tocó bocina. Me acerqué y el conductor dijo:

- Son cinco pesos.

Le pagué y luego se alejó lentamente por Lugones.

Entré en el restaurante, me senté y le pedí al mozo una salchicha. El mozo me miró estupefacto y me pidió que me retirara del lugar. Ante mi asombro, se paró sobre su pierna izquierda y en un finlandés puro, me explicó que ése era un restaurante fino y que si quería comer una salchicha la tendría que pedir en francés. De nada sirvió que le explicara que no sabía ese idioma. Entonces decidí aventurarme y comencé a pronunciar palabras como: “Salchichaux; salchichion; le salchiche” y otras variantes menos afortunadas. Luego intenté persuadirlo con dinero, probé cinco artes marciales diferentes y terminé por incendiar el lugar mientras mandaba al mozo de regreso al orificio por el cual emergió a esta vida.

Salí enojado y me arrojé al río. Mi cabeza se clavó en el barro. Un pez que me ayudó a salir, me explicó que había paro y que el agua estaba cortando la Gral. Paz a la altura de Av. San Martín. Evidentemente, no era mi día.

Cansado, sucio y casi deprimido, ingresé al parque temático “Tierra Santa” y me senté debajo de un cristo enorme, cuyos brazos estaban extendidos hacia los costados. Algo adormecido de pronto escuché un:

- ¡Pssss!

Miré a mi alrededor, pero no vi a nadie. Entonces, nuevamente:

- ¡Psss! Acá, arriba. ¡Cristo!

Salté de mi lugar como si tres mil hormigas rojas me hubiesen mordido las nalgas tan lindas que dios me dio.

- No tengas miedo, no. Me pelé por mi trabajo. Las lentes son para el sol, yeah, y para la gente que me da asco.

Lo miré estupefacto. Inclinó su mirada y luego de un silencio estalló:

- ¡Necesito que me ayudes! ¡Necesito salir de acá! ¡Se me duermen los brazos, no aguanto más!

- Pará un poco, chavón - intenté detener el ataque verborrágico del pobre santo. - ¿Cómo es esto de que una estatua habla? - le pregunté en arameo.

- Una historia larga - respondió en italiano genovés.

- ¡Je! ¿No ves? - agregó enseguida.

Ante mi expresión cínica, dijo:

- Fue un chiste, como para romper el hielo.

El hielo crujió y realmente se rompió. Al caer al agua fui arrastrado por la corriente, debajo de una gruesa capa de hielo. De nada sirvieron mis desesperados golpes de puño.

“¡Dios mío!”, pensé mitad en portugués, mitad en polaco antiguo. “De esta no salgo”, agregué en esperanto con un leve acento cordobés.

Me entregué por completo a repasar mi vida, como dicen que sucede antes de morir. Lo intenté con mucho empeño, pero lo único que conseguí fue visualizar un chimpancé pelando una banana.

Entonces sucedió algo extraño. El hielo se abrió y un agujero redondo apareció justo encima mío. Una mano fuerte me tomó del saco y me tiró hacia arriba, sacándome hacia la superficie. Era un esquimal. Me miró asombrado, luego levantó su garrote y recibí un fuerte golpe en la nuca.

Al despertar, me sentí algo húmedo pero calentito. Miré a mis alrededores. Definitivamente, me encontraba adentro de un iglú.

Estaba muy agradecido a Xafier, al ver el fabuloso Deus ex Machina que decidió introducir en la historia, cuando me di cuenta que estaba metido hasta el pecho en una olla gigantesca llena de agua, que en ese momento comenzaba a hervir.

De nada sirvieron mis súplicas.

- Ya fue - dijo finalmente el esquimal -, invité a la flia a comer ravioles y te necesito para la salsa.

El agua hirvió nomás, mi alma fue despidiéndose del cuerpo no sin antes intercambiar dirección, teléfono e e-mail, como para mantenerse en contacto. El cuerpo se desintegró y se mezcló con la sabrosísima salsa que estaba preparando el esquimal. El alma comenzó a elevarse, pero justo antes de salir del iglú para seguir su camino al cielo, se dio vuelta y me dijo: - Hace frío. No salgo ni en pedo.

Me encontré frente a un terrible dilema: ¿cómo terminar este cuento? No quería obligar a la pobre alma a salir con ese frío polar, y menos en un momento así, pero por otro lado tenía muchas ganas de terminar el cuento y continuar con los asuntos del día. Al fin y al cabo, un escritor no puede andar pendiente de los personajes que crea. Comencé a enojarme mucho.

Ahí tenía un alma encerrada en un iglú, en el medio del polo, a punto de ver cómo una familia de esquimales comía lo que quedaba de su cuerpo. Sinceramente, era una situación complicada.

Los familiares invitados comenzaron a llegar. Estacionaban sus autos lujosos en la nieve y entraban quitándose los tapados de piel y otras vestimentas pomposas por el estilo.

Esperamos, el alma y yo, hasta que finalizara la cena. Se sirvió el café, flanes con crema, budín de pan, choclos cocinados en espuma de jabalí y nutrias al vapor. Entonces los huéspedes emprendieron la partida. De repente el alma saltó y se metió bajo un tapado de piel de zorro que portaba una señora de unos cincuenta años. Los tres se esfumaron.

Preocupado ante la desaparición repentina de mi protagonista, que a pesar de no tener más cuerpo no dejaba de ser una protagonista digna de protagonizar este papel protagónico en mi cuento, decidí apagar la computadora y recostarme. Llegué a contar treinta y dos ovejas, una lechuza y veinticinco libélulas. Luego me dormí.

Al despertarme a la mañana siguiente tuve una leve sensación de deja vú.

- Dejá vo -, dijo mi mujer ante mis intentos de explicarle lo que me pasaba. Tomé mi taza de café con queso rallado y salí.

Eran las ocho y media. Hacía frío. Mucho frío. Sólo sentía calor bajo las uñas de mis dedos índices.

No llegué a caminar una cuadra cuando algo me llamó fuertemente la atención. Ese algo tenía todo el aspecto de un ser humano, de sexo femenino, acariciando los cincuenta años de edad. Hubiese pensado que se trataba realmente de una agradable homo sapiens, a no ser por las dos puntitas de ala blanca que se asomaban por debajo de su campera sintética color verde moho.

“Un ángel”, pensé al pasar a su lado. La mujer me guiñó un ojo, y me entregó un volante. “Fábrica de Pastas - El Iglú”, decía. Todo esto me sonaba sospechosamente conocido. Tenía sabor a algo que ya había vivido, pero no lograba recordar bien cuándo ni dónde.

Me di vuelta una vez más para mirarla y vi que por detrás le colgaba una pequeña cola de zorro. “Qué raro”, pensé y seguí caminando.

Llegué a la esquina cuando, de pronto, frente a mí apareció con toda su majestuosidad la fábrica de pastas “El Iglú”. Decidí ingresar.

Detrás del mostrador había un hombre pequeño de aspecto oriental, pero no parecía chino, ni japonés ni uruguayo. Compré una caja de ravioles, salí y me senté en la plaza. Tenía la fuerte sensación de que acá estaba pasando algo más, debajo de mis narices, y yo no me estaba dando cuenta. “Debajo de mis narices”, volvió el pensamiento y llevé una mano a mi cara. Efectivamente, tres narices yacían ahí como si se tratara de algo completamente natural.

Caja de ravioles en mano, salí corriendo de regreso a mi casa. Entré como una ráfaga de viento, corrí hacia la cocina y coloqué una olla con agua sobre el fuego. Al abrir la caja, la casa tembló y de cada raviol salió una pequeña cantidad de humo blanco. En el aire, todos los humitos se unieron e inmediatamente llenaron la cocina. Mientras tanto yo tarareaba la famosa melodía de la excelente serie de televisión “Transformers”.

-¡Volvió el alma! - exclamé con gran alegría. - ¡Volvió mi protagonista!

Me apuré al comedor, puse un disco de música judía para fiestas, y al son del “Hava Naguila” bailamos con el alma hasta el amanecer. Luego empacamos y nos fuimos de luna de miel a Cabo Polonio - Polonia. Así acaba Polonia, eh.. el cuento.


(1) Detalle obvio porque ningún taxi ocupado pararía

(2) Salvo que el taxista quiera hacerse unos mangos y levante otro pasajero, pero en ese caso se tendría que poner de acuerdo con el primer pasajero, antes. Tal vez dividir las ganancias del segundo viaje o algo por el estilo.

Granada

El niño estaba parado en el medio del patio con una granada en la mano.

¿Cómo pude haber sido tan negligente y dejar el depósito de armas abierto?

Observé con atención y noté que ya había quitado el seguro.

Cuidándome de no hacer ningún movimiento brusco le hablé suavemente, suplicando que no soltara el explosivo ni disminuyera la presión que ejercía con su pequeña manito.

El niño debía tener unos cuatro años. Nunca antes lo había visto. Creo que no se daba cuenta de lo que estaba sosteniendo pero comprendió que algo andaba mal, seguramente a causa de mi reacción.

Intenté acercarme unos metros con la intención de recuperar la granada, sin estar seguro de los pasos a seguir. ¿La arrojaría lo más lejos posible? ¿Colocaría de nuevo el seguro para evitar la explosión? No sabía si eso funcionaría. Me detuve y di unos pasos hacia atrás. Tal vez sería mejor alejarme del lugar rápidamente, salvar mi pellejo y olvidarme del asunto. Yo no tenía la culpa de que los padres irresponsables hayan dejado al crío suelto, sin vigilancia. ¿Por qué debía mantener el depósito constantemente cerrado si éste se encontraba dentro de mi propiedad? En todo caso serviría de castigo por haber invadido un terreno ajeno.

Aunque al final de cuentas se trataba tan sólo de un niño. ¿Cómo podía haberlo sabido? No tenía por qué pagar la negligencia de sus padres. Además, si el chico llegaba a morir a causa de una granada proveniente de mi depósito, me vería en serios problemas. Obviamente, siempre podía sostener que la granada pertenecía a un arsenal vecino. Todos tenían uno. Incluso podía argumentar que el niño fue enviado para atentar contra mi vida. Se apareció con una granada en mi jardín y yo sólo estaría cumpliendo con mi instinto esencial de supervivencia y me refugiaría para proteger mi vida.

¿Por qué iría yo a ocuparme de un niño terrorista que había violado mi privacidad? Para eso debería estar la policía o el ejército. Por algo votamos a aquel presidente que nos había prometido la presencia de las fuerzas del orden en cada esquina.

Mientras tanto, el niño seguía allí parado, contemplándome. El miedo había abandonado su rostro, dejando lugar a un profundo aburrimiento. Su mano estaba más floja.

Extendí la mía para decirle algo pero fue demasiado tarde. El niño soltó la granada y se dio vuelta como para alejarse caminando.

Grité y me arrojé al suelo cubriendo la cabeza con mis manos. Sabía que tenía alrededor de tres segundos antes de la explosión. Pero nada sucedió.

Abrí los ojos. El niño había desaparecido. La granada descansaba inofensivamente en el suelo. ¡Estos armamentos de baja calidad! En un caso de emergencia, ¿qué hubiese sucedido?

A partir de aquel día el depósito quedó siempre abierto. Tal vez la próxima vez la granada estallaría.

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