Los días de Bernard transcurrían parsimoniosamente caminando por las
callejuelas de su pueblo natal, el cual nunca había abandonado a no ser para
visitar los pueblos aledaños. En sus largos paseos diurnos solía detenerse
frente al único negocio de ropa de la aldea, para mirar largo rato los senos
descubiertos de los maniquíes que posaban en la vidriera.
- Ya es suficiente Bernard – le gritaba Malba, la dueña del local.
Bernard la miraba con una sonrisa inocente y se alejaba lentamente del
lugar.
Estas escenas se repetían a diario, salvo los días domingo, en los cuales
la tienda cerraba y nadie echaba a Bernard del lugar. Entonces se quedaba horas
y horas, su mirada clavada en los senos erguidos de plástico color piel.
Fue justamente un domingo de esos que dos jóvenes que pasaban por el lugar
vieron a Bernard frente a la vidriera y decidieron hacerle una broma.
La broma salió mal porque ambos jóvenes fueron hallados unas horas más
tarde, descuartizados a orillas del río. Nadie sospechó que el asesino podía haber
sido Bernard. Nadie, salvo el lector de estas líneas.
Bernard, que nunca supo si él había tenido algo que ver con el hecho,
siguió con sus caminatas diarias y su parada obligatoria frente a los maniquíes
exhibicionistas.
Cabe señalar que Malba siempre procuraba descubrir el pecho de uno de sus
muñecos, con el propósito de excitar la imaginación del “loco del pueblo”. Ella
lo veía más como un acto de solidaridad, aunque algunos habitantes sospechaban
que entre ambos había algo.
Fue al año del asesinato misterioso de los dos jóvenes que nuevamente
aparecieron dos púberes descuartizados a orillas del río, más o menos en el
mismo lugar. Esta vez Bernard estaba casi seguro de no haber tenido nada que
ver con el crimen, y ni siquiera yo, quien escribe estas líneas, puedo ofrecer
más información al respecto. Las pericias policiales no dieron ningún
esclarecimiento y el nuevo crimen quedó catalogado en el archivo de los casos
sin resolver.
Así fue sucediendo que año tras año, en el mismo día y el mismo lugar,
aparecían dos cuerpos mutilados. Las familias con chicos fueron abandonando el
pueblo y pronto quedaron sólo los habitantes de cierta edad que no tenían a
dónde ir. El alcalde había dado la orden de mantener el asunto de los crímenes
bajo un manto de silencio, para evitar toda intervención externa.
Bernard, por su lado, seguía con su vida rutinaria, sin mostrarse
particularmente preocupado por lo que sucedía en su lugar natal.
Cuando ya no quedaron más jóvenes, comenzaron a aparecer muertos los
adultos también. Esto causó un gran revuelo en el pequeño pueblo y al cabo de
unos pocos años, entre muertes extrañas y mudanzas precipitadas, el pueblo
quedó vacío, salvo por dos personas: Bernard y Malba.
Ahora que estaban por fin solos, lejos de las miradas críticas de los
pueblerinos, Malba abrió por primera vez la puerta de su tienda, no para echar
a Bernard sino para invitarlo a entrar.
Lo condujo hacia una habitación en el fondo de su comercio, iluminada por
velas y aromatizada con un fuerte incienso exótico que le habían traído de
Oriente.
En una cama rodeada de maniquíes cuyos senos estaban descubiertos, ambos
cuerpos se entrelazaron con una violencia tal que carezco del vocabulario adecuado
para describir.
Al día siguiente, aniversario del primer asesinato en el pueblo, las
orillas del río amanecieron sin víctima alguna.