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La historia sobre cómo decidí acabar este cuento


Había salido esa mañana a las ocho y media. Hacía frío. Mucho frío. Sólo sentía calor bajo las uñas de mis dedos índices.

No llegué a caminar una cuadra cuando algo me llamó fuertemente la atención. Ese algo tenía todo el aspecto de un ser humano, de sexo femenino, acariciando los cincuenta años de edad. Hubiese pensado que se trataba realmente de una agradable homo sapiens, a no ser por las dos puntitas de ala blanca que se asomaban por debajo de su campera sintética color verde moho.

“Un ángel”, pensé al pasar a su lado.

Nuestras miradas se cruzaron, ella exhalaba lentamente el humo de su cigarrillo. No le di mucha importancia a este evento. Al fin y al cabo, hoy en día uno se cruza con todo tipo de sujetos extraños.

Seguí mi camino y a las dos cuadras mis ojos se posaron sobre otro ejemplar celestial femenino, que también estaba fumando parsimoniosamente. Recordé un libro que había leído, del famoso dentista Jorge Bucal, donde casualmente decía que nada es casual. Por lo tanto, decidí intentar una conversación con ella.

Me acerqué y le pregunté la hora, mientras en mi pecho se abría una pequeña pantalla de cuarzo líquido por donde se deslizaban los subtítulos. “Por si las moscas”, pensé. La criatura proveniente de los cielos me miró con sus ojos entreabiertos y tomó una larga bocanada de humo, para luego dejarla fluir cual serpientes en celo hacia mis pobres orificios nasales. Tosí como un degenerado, mientras ella me tomaba del mentón y me levantaba la cabeza, hasta que nuestros ojos volvieron a encontrarse.

- Aquí hay gato fermentado - dijo con una voz algo misteriosa.

Su mirada me intimidó. Cerré la pantalla de cuarzo líquido y me dispuse a seguir caminando, pero al girar casi me llevo por delante un hombre delgado de cabeza rapada, vestido con un extraño atuendo oriental. El hombre me miró asustado, luego se incorporó e intentó sonreír.

- Hare Krishna - le dije, intentando hacerme amigo y a la vez demostrarle mis amplios conocimientos étnicos.

La sonrisa del hombre fue desvaneciéndose lentamente.

- ¡Tu vieja en tanga! - respondió y se alejó rengueando por momentos con su pierna izquierda, por momentos con la derecha.

Ante semejantes eventos tomé la decisión de ir a comer una salchicha en “Clo Clo”. Paré el primer taxi libre (1)... (2)

A medida que nos acercábamos a destino, noté que tanto el auto como el conductor comenzaban a desvanecerse. Durante las siguientes 12 milésimas de segundo sufrí un susto bárbaro. Luego sentí preocupación por mi integridad física, durante otros 23,2 segundos. Entonces, decidí hacerle saber mi inquietud al chofer. Con una vocecita que sonó a serrucho sin filo pasado por aceite de onagra prensado en frío, le pregunté:

- ¿Hei, hei, hei, what´s going on? - mientras en la radio sonaba un grupo que cantaba lo mismo.

Nuevamente apareció Jorge Bucal dentro de una burbuja, sobre el lado izquierdo de mi cabeza. “Nada es casual”, dijo mientras hacía un tratamiento de conducto.

El taxista giró su cabeza:

- Es un nuevo servicio que tenemos. ¡Guarda que llegamos!

En ese momento el auto desapareció por completo y caí de culo sobre la vereda. A los diez segundos volvió a materializarse a unos quince metros. Se detuvo y me tocó bocina. Me acerqué y el conductor dijo:

- Son cinco pesos.

Le pagué y luego se alejó lentamente por Lugones.

Entré en el restaurante, me senté y le pedí al mozo una salchicha. El mozo me miró estupefacto y me pidió que me retirara del lugar. Ante mi asombro, se paró sobre su pierna izquierda y en un finlandés puro, me explicó que ése era un restaurante fino y que si quería comer una salchicha la tendría que pedir en francés. De nada sirvió que le explicara que no sabía ese idioma. Entonces decidí aventurarme y comencé a pronunciar palabras como: “Salchichaux; salchichion; le salchiche” y otras variantes menos afortunadas. Luego intenté persuadirlo con dinero, probé cinco artes marciales diferentes y terminé por incendiar el lugar mientras mandaba al mozo de regreso al orificio por el cual emergió a esta vida.

Salí enojado y me arrojé al río. Mi cabeza se clavó en el barro. Un pez que me ayudó a salir, me explicó que había paro y que el agua estaba cortando la Gral. Paz a la altura de Av. San Martín. Evidentemente, no era mi día.

Cansado, sucio y casi deprimido, ingresé al parque temático “Tierra Santa” y me senté debajo de un cristo enorme, cuyos brazos estaban extendidos hacia los costados. Algo adormecido de pronto escuché un:

- ¡Pssss!

Miré a mi alrededor, pero no vi a nadie. Entonces, nuevamente:

- ¡Psss! Acá, arriba. ¡Cristo!

Salté de mi lugar como si tres mil hormigas rojas me hubiesen mordido las nalgas tan lindas que dios me dio.

- No tengas miedo, no. Me pelé por mi trabajo. Las lentes son para el sol, yeah, y para la gente que me da asco.

Lo miré estupefacto. Inclinó su mirada y luego de un silencio estalló:

- ¡Necesito que me ayudes! ¡Necesito salir de acá! ¡Se me duermen los brazos, no aguanto más!

- Pará un poco, chavón - intenté detener el ataque verborrágico del pobre santo. - ¿Cómo es esto de que una estatua habla? - le pregunté en arameo.

- Una historia larga - respondió en italiano genovés.

- ¡Je! ¿No ves? - agregó enseguida.

Ante mi expresión cínica, dijo:

- Fue un chiste, como para romper el hielo.

El hielo crujió y realmente se rompió. Al caer al agua fui arrastrado por la corriente, debajo de una gruesa capa de hielo. De nada sirvieron mis desesperados golpes de puño.

“¡Dios mío!”, pensé mitad en portugués, mitad en polaco antiguo. “De esta no salgo”, agregué en esperanto con un leve acento cordobés.

Me entregué por completo a repasar mi vida, como dicen que sucede antes de morir. Lo intenté con mucho empeño, pero lo único que conseguí fue visualizar un chimpancé pelando una banana.

Entonces sucedió algo extraño. El hielo se abrió y un agujero redondo apareció justo encima mío. Una mano fuerte me tomó del saco y me tiró hacia arriba, sacándome hacia la superficie. Era un esquimal. Me miró asombrado, luego levantó su garrote y recibí un fuerte golpe en la nuca.

Al despertar, me sentí algo húmedo pero calentito. Miré a mis alrededores. Definitivamente, me encontraba adentro de un iglú.

Estaba muy agradecido a Xafier, al ver el fabuloso Deus ex Machina que decidió introducir en la historia, cuando me di cuenta que estaba metido hasta el pecho en una olla gigantesca llena de agua, que en ese momento comenzaba a hervir.

De nada sirvieron mis súplicas.

- Ya fue - dijo finalmente el esquimal -, invité a la flia a comer ravioles y te necesito para la salsa.

El agua hirvió nomás, mi alma fue despidiéndose del cuerpo no sin antes intercambiar dirección, teléfono e e-mail, como para mantenerse en contacto. El cuerpo se desintegró y se mezcló con la sabrosísima salsa que estaba preparando el esquimal. El alma comenzó a elevarse, pero justo antes de salir del iglú para seguir su camino al cielo, se dio vuelta y me dijo: - Hace frío. No salgo ni en pedo.

Me encontré frente a un terrible dilema: ¿cómo terminar este cuento? No quería obligar a la pobre alma a salir con ese frío polar, y menos en un momento así, pero por otro lado tenía muchas ganas de terminar el cuento y continuar con los asuntos del día. Al fin y al cabo, un escritor no puede andar pendiente de los personajes que crea. Comencé a enojarme mucho.

Ahí tenía un alma encerrada en un iglú, en el medio del polo, a punto de ver cómo una familia de esquimales comía lo que quedaba de su cuerpo. Sinceramente, era una situación complicada.

Los familiares invitados comenzaron a llegar. Estacionaban sus autos lujosos en la nieve y entraban quitándose los tapados de piel y otras vestimentas pomposas por el estilo.

Esperamos, el alma y yo, hasta que finalizara la cena. Se sirvió el café, flanes con crema, budín de pan, choclos cocinados en espuma de jabalí y nutrias al vapor. Entonces los huéspedes emprendieron la partida. De repente el alma saltó y se metió bajo un tapado de piel de zorro que portaba una señora de unos cincuenta años. Los tres se esfumaron.

Preocupado ante la desaparición repentina de mi protagonista, que a pesar de no tener más cuerpo no dejaba de ser una protagonista digna de protagonizar este papel protagónico en mi cuento, decidí apagar la computadora y recostarme. Llegué a contar treinta y dos ovejas, una lechuza y veinticinco libélulas. Luego me dormí.

Al despertarme a la mañana siguiente tuve una leve sensación de deja vú.

- Dejá vo -, dijo mi mujer ante mis intentos de explicarle lo que me pasaba. Tomé mi taza de café con queso rallado y salí.

Eran las ocho y media. Hacía frío. Mucho frío. Sólo sentía calor bajo las uñas de mis dedos índices.

No llegué a caminar una cuadra cuando algo me llamó fuertemente la atención. Ese algo tenía todo el aspecto de un ser humano, de sexo femenino, acariciando los cincuenta años de edad. Hubiese pensado que se trataba realmente de una agradable homo sapiens, a no ser por las dos puntitas de ala blanca que se asomaban por debajo de su campera sintética color verde moho.

“Un ángel”, pensé al pasar a su lado. La mujer me guiñó un ojo, y me entregó un volante. “Fábrica de Pastas - El Iglú”, decía. Todo esto me sonaba sospechosamente conocido. Tenía sabor a algo que ya había vivido, pero no lograba recordar bien cuándo ni dónde.

Me di vuelta una vez más para mirarla y vi que por detrás le colgaba una pequeña cola de zorro. “Qué raro”, pensé y seguí caminando.

Llegué a la esquina cuando, de pronto, frente a mí apareció con toda su majestuosidad la fábrica de pastas “El Iglú”. Decidí ingresar.

Detrás del mostrador había un hombre pequeño de aspecto oriental, pero no parecía chino, ni japonés ni uruguayo. Compré una caja de ravioles, salí y me senté en la plaza. Tenía la fuerte sensación de que acá estaba pasando algo más, debajo de mis narices, y yo no me estaba dando cuenta. “Debajo de mis narices”, volvió el pensamiento y llevé una mano a mi cara. Efectivamente, tres narices yacían ahí como si se tratara de algo completamente natural.

Caja de ravioles en mano, salí corriendo de regreso a mi casa. Entré como una ráfaga de viento, corrí hacia la cocina y coloqué una olla con agua sobre el fuego. Al abrir la caja, la casa tembló y de cada raviol salió una pequeña cantidad de humo blanco. En el aire, todos los humitos se unieron e inmediatamente llenaron la cocina. Mientras tanto yo tarareaba la famosa melodía de la excelente serie de televisión “Transformers”.

-¡Volvió el alma! - exclamé con gran alegría. - ¡Volvió mi protagonista!

Me apuré al comedor, puse un disco de música judía para fiestas, y al son del “Hava Naguila” bailamos con el alma hasta el amanecer. Luego empacamos y nos fuimos de luna de miel a Cabo Polonio - Polonia. Así acaba Polonia, eh.. el cuento.


(1) Detalle obvio porque ningún taxi ocupado pararía

(2) Salvo que el taxista quiera hacerse unos mangos y levante otro pasajero, pero en ese caso se tendría que poner de acuerdo con el primer pasajero, antes. Tal vez dividir las ganancias del segundo viaje o algo por el estilo.

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