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Granada

El niño estaba parado en el medio del patio con una granada en la mano.

¿Cómo pude haber sido tan negligente y dejar el depósito de armas abierto?

Observé con atención y noté que ya había quitado el seguro.

Cuidándome de no hacer ningún movimiento brusco le hablé suavemente, suplicando que no soltara el explosivo ni disminuyera la presión que ejercía con su pequeña manito.

El niño debía tener unos cuatro años. Nunca antes lo había visto. Creo que no se daba cuenta de lo que estaba sosteniendo pero comprendió que algo andaba mal, seguramente a causa de mi reacción.

Intenté acercarme unos metros con la intención de recuperar la granada, sin estar seguro de los pasos a seguir. ¿La arrojaría lo más lejos posible? ¿Colocaría de nuevo el seguro para evitar la explosión? No sabía si eso funcionaría. Me detuve y di unos pasos hacia atrás. Tal vez sería mejor alejarme del lugar rápidamente, salvar mi pellejo y olvidarme del asunto. Yo no tenía la culpa de que los padres irresponsables hayan dejado al crío suelto, sin vigilancia. ¿Por qué debía mantener el depósito constantemente cerrado si éste se encontraba dentro de mi propiedad? En todo caso serviría de castigo por haber invadido un terreno ajeno.

Aunque al final de cuentas se trataba tan sólo de un niño. ¿Cómo podía haberlo sabido? No tenía por qué pagar la negligencia de sus padres. Además, si el chico llegaba a morir a causa de una granada proveniente de mi depósito, me vería en serios problemas. Obviamente, siempre podía sostener que la granada pertenecía a un arsenal vecino. Todos tenían uno. Incluso podía argumentar que el niño fue enviado para atentar contra mi vida. Se apareció con una granada en mi jardín y yo sólo estaría cumpliendo con mi instinto esencial de supervivencia y me refugiaría para proteger mi vida.

¿Por qué iría yo a ocuparme de un niño terrorista que había violado mi privacidad? Para eso debería estar la policía o el ejército. Por algo votamos a aquel presidente que nos había prometido la presencia de las fuerzas del orden en cada esquina.

Mientras tanto, el niño seguía allí parado, contemplándome. El miedo había abandonado su rostro, dejando lugar a un profundo aburrimiento. Su mano estaba más floja.

Extendí la mía para decirle algo pero fue demasiado tarde. El niño soltó la granada y se dio vuelta como para alejarse caminando.

Grité y me arrojé al suelo cubriendo la cabeza con mis manos. Sabía que tenía alrededor de tres segundos antes de la explosión. Pero nada sucedió.

Abrí los ojos. El niño había desaparecido. La granada descansaba inofensivamente en el suelo. ¡Estos armamentos de baja calidad! En un caso de emergencia, ¿qué hubiese sucedido?

A partir de aquel día el depósito quedó siempre abierto. Tal vez la próxima vez la granada estallaría.

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