“Me
bajo en la próxima,” le dijo la señora al chofer. Este la miró con cierta
indiferencia, pisó el pedal de freno y abrió la puerta. La mujer comenzó a
bajar, pero no estaba sola. Llevaba consigo varios objetos: una silla, telas
enrolladas, una guitarra y un sifón de soda vacío. El chofer esperó impaciente.
La
mujer terminó de bajar sus pertenencias y justo cuando el chofer se disponía a
arrancar para seguir viaje, la mujer gritó: “¡Momentito, por favor, aún no he
terminado!” El chofer, sorprendido, le hizo caso por alguna razón que escapaba
a su conocimiento, y esperó.
La
mujer subió al colectivo y comenzó a sacar todos los adornos: el peluche de la
palanca de cambios, los espejos, los muñequitos y el banderín de Boca. El
chofer estaba tan asombrado, que no supo cómo reaccionar y se quedó callado.
Los pocos pasajeros que había a esa hora tampoco dijeron nada, excepto un nene
de cinco años que todo el tiempo le preguntaba a su madre: “¿Qué está haciendo?
¿Por qué desarma todo?” y la madre intentaba silenciarlo.
La
mujer subió nuevamente al colectivo y dijo: “Bueno, ¡ahora se bajan todos y
esperan en la vereda!”. Todos se pararon y comenzaron a bajar por ambas
puertas. El chofer miró a la mujer, y ésta asintió levemente con su cabeza. También
él bajó.
Sin
dejar que pase mucho tiempo, la mujer sacó un par de herramientas y comenzó a
aflojar los asientos. A medida que los iba sacando, los bajaba a la vereda.
Luego desarmó los pasamanos y, finalmente, el volante y la máquina expendedora
de boletos.
Entonces
hizo una breve llamada desde su celular: al cabo de diez minutos llegó un
camión con remolque y se llevó la carrocería del colectivo.
Sobre
la vereda estaban todos los objetos que había bajado del coche, el chofer, los
pasajeros y una caja con pescados bien salados.
La
mujer comenzó a ordenar los asientos tal cual estuvieron dentro del colectivo.
Colocó los pasamanos, montó la máquina expendedora de boletos y el volante.
Luego le dijo al chofer que podían continuar con el viaje. Éste se sentó frente
al volante y la gente comenzó a “subir”, mostrándole el boleto, por supuesto.
Tomaron asiento y en seguida subieron nuevos pasajeros que habían formado la
fila, pacientemente, mientras la mujer desarmaba el colectivo. Sacaron sus
boletos y se acomodaron. Algunos tuvieron que quedarse parados.
Los
pasajeros esperaron en silencio, mientras el chofer parecía que arrancaba y
comenzaba a manejar. Los que tenían celular llamaron a sus casas para avisar
que tal vez no llegarían esa noche para cenar.
Permanecieron
así durante un par de horas. Algunos bajaban al quiosco y volvían con algo para
comer o beber. Estaban muy nerviosos y muy enojados. La mujer, mientras tanto,
agarró sus cosas y se subió a otro colectivo.
El
chico que estaba muy impaciente le preguntaba a la madre cuándo llegarían a
casa. La madre le dijo que no sabía, que había que esperar...
El
chico se cansó y dijo: “me voy”. Se fue caminando por la vereda. La madre salió
corriendo detrás suyo.
El
resto de los pasajeros se quedó mirando. Muchos quisieron hacer lo mismo, pero
permanecieron sentados. Algunos hasta llegaron a insultar al chico por haberse
animado a salir con tanta facilidad.
En
la vereda de enfrente, desde la vidriera del pet shop, los pajaritos
enjaulados vislumbraban la situación y, entre risitas cínicas, comentaron los
resultados de los últimos partidos de fútbol.
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