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¿Papá? No... ¡él!

Acto I – No encuentro mi recibo de sueldo

Estábamos a mediados de diciembre y aún no había encontrado mi recibo de sueldo. A pesar de eso, el clima en casa era festivo. Mamá corría de un lado a otro, llevando ollas del comedor a la cocina, platos de la cocina a su habitación y luego las ollas de la cocina al comedor.

La abuela estaba sentada en su silla mecedora, leyendo su libro favorito “Charlando en el Bidet”.

Mis hermanos aparecían de vez en cuando con algún objeto navideño clavado en los ojos, gritando o llorando.

Mi mujer, como siempre, quejándose de todo y alimentando a la pequeña lagartija, que llamamos “Muho”.

Mis hijos, que siempre se ocupan de cortar el pescado en cuadraditos, estaban sentados juntos en el pórtico, sacándose los mocos.

Como he mencionado, yo estaba buscando mi recibo de sueldo, cuando de pronto me percaté de que no veía por ningún lado a mis nietos. Son gemelos pequeños que entre ambos no llegarán a los 5 años.

Aldo, mi tío abuelo, ex dictador y técnico dental, se había colocado unos trapos de piso sobre la suela de sus zapatos e iba patinando por el comedor mientras hacia zapping con una porción de pizza congelada.

Todo parecía estar en orden, menos el hecho de que mi recibo de sueldo no aparecía por ningún lugar.


Acto II – Herbert trae una comadreja y Aldo pierde la vista


A eso de las tres de la tarde llegó Herbert. Herbert es mi abuelo materno, un joven de 27 años, ingeniero físico, físico-culturista, turista aficionado, y también Mantecol. Tenía un paquete en manos y Algo me decía que no se trataba de los regalos navideños. Mientras Algo me decía eso, Aldo, mi tío abuelo, domador de serpientes y oportunista famélico, dijo algo completamente diferente: “¡Javal al a Chauchas!” gritaba sin Cesar, que había salido al almacén. “¡Trae una comadreja!”

Todos se dieron vuelta. Era verdad. Herbert había traído una comadreja. Toda la familia se vio levemente horrorizada. El único que parecía mantener la calma fui yo. En realidad hace tiempo que nada me alteraba. Esto puede deberse a la cirugía a la cual me sometí hace un tiempo, y en la cual me sustrajeron la glándula pituitaria, y en su lugar me pusieron un algodón mojado con unos porotos de soja. “Vas a ver qué lindos se ponen cuando brotan” me dijo el médico, Alb Erto, cirujano y cajero en un banco.

Herbert soltó la comadreja y comenzó a abrazar a cada integrante de la familia. Yo pensé, “tal vez el recibo de sueldo esté adentro de esa maldita comadreja...” y me fui a la cocina a buscar un cuchillo.

Como es enunciado en el principio de éste Acto, Aldo debería perder la vista, pero parece que al final la conservó un par de años más. Por lo tanto, tomé la decisión de sacarle los ojos a la comadreja y de paso me fijé si llevaba mi recibo de sueldo en su interior.

La respuesta fue negativa.


Acto III – El arbolito de navidad se ofende y amenaza con no laburar más


Mi abuela Jessica, al recordar que había dejado la estrella del árbol en su casa, soltó a mi nieto Abraham, que se estrelló contra el piso. Para que se den una idea, vivía en Villa Crespo. Inmediatamente hubo un silencio sepulcral en toda la casa. Hasta mi nieto, que sabía contar hasta 12, dejó de llorar a causa del fuerte golpe que había acabado de darse, y que probablemente le valdría con una vida larga en silla de ruedas.

Todos los ojos se dirigieron hacia mi abuela. Ella sacó su flauta y comenzó a tocar una melodía extraña. Luego se levantó y salió. Los ojos la siguieron. Llegó hasta el río y los ojos siguieron marchando, como hipnotizados, y cayeron al agua uno por uno.

Julio, el árbol de navidad, se mostró sumamente ofendido. “Cómo van a olvidarse la estrella,” murmuraba mientras escupía hojas secas. Se cruzó de ramas y se sentó en un rincón, mirando hacia otro lado.

“Ahora sí que no voy a encontrar mi recibo de sueldo,” pensé teniendo en cuenta la falta de ojos.

Había ruido en toda la casa. Se escuchaban movimientos torpes, uno se tropezaba con el otro, con los muebles, las alpargatas y el chaleco antibalas.

En ese momento me acordé de mis clases de Yoga, con Mathambre Guindha, y enfoqué mis esfuerzos en la búsqueda de la luz interior.


Acto IV – Donde encuentro mi luz interior y me decepciono al descubrir que se trata de una lamparita de apenas 25 watts...


Me crucé de piernas, y comencé a pronunciar la palabra “Om”. Me llevó un tiempo alcanzar el silencio, pero finalmente desaparecieron los ruidos. Entonces vi la primer imagen. Frente a mí pasaba un cebú rojo, vestido con un trajecito de ballet rosa. Se movía de una manera muy suave sobre sus dos patas traseras. Se fue y luego apareció el traje de balet solo, aunque aún mantenía la forma del cebú. Entonces comencé a ver el paisaje. Estaba en el medio de un bosque, en un claro. Habían pecesitos rojos que nadaban por todos lados y llevaban canastos con legumbres a sus casas. Pensé que tal vez en alguno de esos canastos podía encontrar mi recibo de sueldo, pero no tenía forma de alcanzar aquellos peces. Se movían por el aire como si fuera agua y atravesaban el traje de ballet, que seguía flotando ahí con la forma del cebú. Me imaginé que el cebú se habría comido mi recibo de sueldo, pero entonces me di cuenta de que me estaba apartando de mi objetivo principal, que era hallar mi luz interior.

Volví a concentrar mis esfuerzos y después de mucho tiempo logré ver una lucecita que apenas se encendía entre los dos agujeros que antes contenían a mis ojos. Cuando alcancé agudizar mi vista, noté que era una lamparita común y corriente, cuya luz era muy tenue. Al rato pude leer que decía “25W”. Y pensar que los orientales perdieron tanto tiempo en esto...

Ni bien pensé esto volví a la realidad.


Acto V – Regresan los ojos, vuelve el orden y se termina el relato.


Para mi gran sorpresa, al volver a la realidad, los ojos estaban retornando. Chorreaban agua y algunos, menos resistentes, temblaban de frío. “Qué groso”, pensé. Ni bien obtuve mi vista nuevamente, comencé a poner un poco de orden en la situación.

El tema éste de mi recibo de sueldo me estaba poniendo verdaderamente furioso. Comencé a preguntar uno por uno, a todos los presentes, si lo habían visto. Nadie sabía nada.

Estaba a punto de estallar, cuando de pronto uno de los gemelos gritó: “Papá”, señalándome a mí. Esto era un indicio. Tal vez yo mismo había robado el recibo de sueldo, y me hacía el distraído para no encontrarlo y luego, mañana o pasado, lo sacaría con una sonrisa de satisfacción.

Pero entonces, el otro gemelo, (¿o tal vez habrá sido el mismo?) gritó: “No.... Él!!!” y señaló hacia la puerta.

Entonces la puerta crujió y entró un hombre barbudo, vestido de rojo, con una gran bolsa sobre sus espaldas.

Esta vez ninguna mirada fue dirigida hacia él, para que no vuelva a suceder aquel asunto de los ojos. El hombre sonrió y sacó un paquete de su bolsa. Examinó con su mirada a todos los presentes y finalmente sus ojos se posaron en mí. Extendí mi mano hacia el paquete, lo tomé y lo abrí. Gracias a dios, ¡era mi recibo de sueldo!

El hombre extraño sonrió y salió, cerrando la puerta detrás de él.

Ahora el clima en la casa había cambiado. Yo comencé a bailar con mis nietos, sosteniendo el recibo de sueldo en la mano, mientras Aldo, mi tío abuelo y primo hermano, tocaba el violín. Jessica, mi abuela y también líder de un grupo terrorista, comenzó a acompañarlo con una tuba.

Estábamos todos felices, hasta que de pronto alguien volvió a tocar el timbre. Aldo dejó el violín y abrió la puerta. Otra vez era aquel hombre barbudo, vestido de rojo, pero esta vez su cara no irradiaba alegría. “La grúa me llevó el trineo”, dijo tristemente. “Claro, la vereda está pintada de amarillo”, le dije mientras miraba por décima vez mi recibo de sueldo.

“No importa, quedate con nosotros y mañana lo vamos a buscar”. Él aceptó. Fue nuestra mejor navidad.

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