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El Robo

Aquella mañana desperté recordando que debía ir al banco. Luego de la ducha y un buen desayuno, salí de casa y pasé por la sucursal más cercana. Era temprano pero aun así había bastante gente.
Una vez adentro noté un muchacho joven que sacó un arma de su bolsillo y, disparando en el aire, gritó:
- ¡Todos quietos! ¡Esto es un robo!
Asustado, sentí cómo la sangre se helaba en mis venas. En la palma de mi mano el frío era realmente intenso y al mirarla noté que estaba empuñando una pistola cuya proveniencia desconocía por completo.
El ladrón no pareció haber notado mi presencia. Tomó por el cuello a uno de los empleados y, apretando el cañón del revolver contra su cabeza, le ordenó al otro que vaciara todo el contenido de la caja fuerte, empotrada en la pared detrás suyo.
- No tengo la combinación – intentó el empleado una respuesta evasiva.
- ¡Nada de jueguitos pelotudos, que pueden costarte muy caro! – le grité. Podía sentir el olor a sudor mezclado con un perfume barato que provenía del hombre cuyo pescuezo mis brazos apretaban.
El funcionario detrás del escritorio abrió mientras tanto la caja y comenzó a colocar los fajos de billetes en la cartera de cuero negro que el ladrón le había entregado.
Yo sabía que el hecho de tener un arma en la mano me permitía salvar la situación, quedar como uno de aquellos héroes televisivos que todos admiran.
Mis cavilaciones fueron interrumpidas por el maletín que me estaba entregando el banquero. Tomé el portafolio con la mano que sujetaba el arma y arrastrando al empleado que tenía de rehén, me fui desplazando hacia la puerta. Por el peso del maletín deduje que contenía una buena suma de dinero.
Antes de salir, el ladrón arrojó el hombre al piso.
Guardé el arma en el bolsillo del saco y me dirigí corriendo hacia la calle en la cual había estacionado mi vehículo. Entonces escuché las primeras sirenas.
El ladrón llegó a su automóvil y comenzó a buscar desesperadamente las llaves.
- Lo tenía que haber dejado en contacto – dije. Las llaves no aparecían en ningún lado. “Se habrán caído mientras corría”, pensé. Decidí ir hasta la estación de tren próxima, abandonando el coche.
El ladrón se alejó corriendo. En la primera esquina fue interceptado por un patrullero.
Con la cara pegada al asfalto caliente me esposaron, las manos por detrás, y me introdujeron en el vehículo. Luego de una larga interrogación en la cual intenté explicar que sólo era un testigo y nada tenía que ver con el asalto, decidieron dejarme preso hasta que terminaran de escuchar los testimonios.
Al ladrón le dieron quince años. Yo pasé cada día de esos quince años, cinco mil cuatrocientos setenta y cinco en total, en la misma celda con él, lamentando la injusticia que se había cometido. Él, lo que hubiese podido hacer con todo ese dinero.

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