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Las aventuras de Silvio en el Karaoke




Aquel día la suerte de Silvio estaba de su lado ya que había conseguido tres entradas gratis para el karaoke. A las 20hs, más o menos, se dirigió hacia el bar. Iba bien vestido y bastante perfumado. En la entrada le dio al empleado de seguridad las tres entradas. Este le dijo: “Con una sola alcanza”, y le devolvió las otras dos. Silvio insistió en entregárselas diciendo: “Pero si serás grandote y pelotudo. Metetelá’ en el orto y dejame entra’”. A lo que el empleado de seguridad, ciento noventa centímetros de músculos, le respondió con una buena cantidad de golpes y una amable lluvia de puteadas.

Silvio salió rengueando, tomándose de su nariz rota. “La puta que lo parió”, decía mientras la sangre de su nariz se le metía por la boca, generando así un efecto “fuente de agua Feng-Shui”. Caminó hasta Plaza Italia, se sentó en un banco y esperó.

Salvador Piu venía caminando esa noche con una sonrisa en el rostro. Marchaba lentamente, tambaleándose, tratando de ver las estrellas que seguramente brillaban por encima de las malditas nubes porteñas. Había salido a tomar una cerveza con su chica, y recién la había dejado en su casa. Ni bien se cerraron las puertas del ascensor (no lo invitó a subir y tomar un café) él dio rienda libre a su estomago y vomitó como un degenerado. Se venía aguantando el vomito - para no quedar mal con su chica - todo el trayecto de veinte cuadras, durante el cual tuvo que esperar dos veces a que la dama (Paola o Francisca) entrara en un bar para hacer sus necesidades. Terminó de vaciar su estomago y ahora podía caminar tranquilo y disfrutar de la noche agradable de Plaza Italia.

De pronto escuchó una voz que le dijo: “¡Eh, loco, tené’ un cacho e’ chorizo en la camisha!”. Salvador se dio vuelta y vio un individuo con la cara ensangrentada, sentado en un banco. Se miró la camisa y vio el chorizo en cuestión. Lo había comido en un asado aquel mediodía y evidentemente no se había querido separar de él junto con el resto del vomito.

Mientras examinaba el embutido, Silvio volvió a hablarle: “¡Boludo! ¡Vení que te lleno la cara de dedo’!” Valentín (que antes se llamaba Salvador) se enojó mucho, tomó el chorizo a medio vomitar entre sus dedos, se acercó a Silvio y lo agarró de la nuca con su mano izquierda, al mismo tiempo que con la derecha se lo metía en la boca.

Mientras el chorizo se mezclaba con la sangre casi coagulada de Silvio, se escuchó una voz omnipresente que dijo: “¡Humanos! ¡Dejad de cometer esas bestialidades!” Ambos se detuvieron y miraron hacia sus alrededores para ver quién les estaba hablando. El lugar estaba desierto.

“¡Valentín, dejad de sodomizar a Silvio!”, dijo la voz con un tono firme. Valentín miró hacia arriba y vio un viejo con mucha barba asomándose de entre las nubes. Silvio, que casi se cambia el nombre a Santiago, dijo: “¡Che, me parece que eh Dio’, el todopoderoso!”, a lo que Valentín respondió con un tono desafiante: “¿Eh, qué, so’ Dio’ bo’?”

Dios, respondió: “¡Yo soy el camino, el peaje, y la estación de servicio!”, y agregó: “¡Quítense los zapatos porque el lugar en el cual están parados sagrado es!”

Silvio estaba asustado y comenzó a persignarse una y otra vez. Valentín, que era algo más ateo, comenzó a bardear: “Eh, Dio’, si so’ Dio’ bo’, hacete un milagro, loco. ¡Abrite el lago de Palermo en do’, shacá agua de la eshtatua esta o hasheme pasar grati’ al boliche!”

Dios reflexionó un rato y luego dijo “Así será”. Pero de pronto llegó una camioneta de los servicios veterinarios, los metió a ambos en la parte trasera y se los llevó haciendo rechinar los neumáticos ante los ojos incrédulos del Creador.

Nunca más se supo de ellos, pero la leyenda cuenta que cuando uno pasa por Plaza Italia todavía puede encontrar el chorizo de Valentín tirado por ahí.


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