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4:40. Todas las noches se despertaba a la misma hora, o casi a la misma hora. Como si su reloj biológico estuviera programado por alguna extraña razón alrededor de dicha nota, si bien a veces desafinaba en algunos minutos.
Al despertarse hablaba. Viajaba. Londres bajo la lluvia. El borde del mar, en la casa de una pintora extravagante. En todo caso, siempre había lluvia y las calles lucían unas cálidas luces amarillas. Y en todas esas ocasiones, hablaba. Decía esto, decía lo otro y en un momento ya no dijo nada más. "Es como atravesar una jungla", pensó. "¿A qué jugamos?"
Su mente barajó varias respuestas, como si se tratase de una ruleta rusa. Sospechaba que había hablado demasiado y decidió que a partir de aquel momento dosificaría las palabras, las sacaría a cuentagotas y dejaría que los silencios hablaran por él.
El efecto fue devastador. Cada silencio se convirtió en un pozo que de inmediato se llenó de más silencio. Así, un pozo dentro de otro se fue hundiendo hasta emerger del otro lado.
- Aquí es dónde todo comienza – dijo.
Sólo quería ser nadie. Regresar al anonimato anterior, contar las horas que restaban hasta el deseado retorno al hogar.
“Raras son las ocasiones en las cuales tenemos plena conciencia de la función que debemos cumplir. Y en esos casos, casi que lo hacemos con un dejo de tristeza porque se nos quita la ilusión”.
La guardia nocturna, una ronda cada hora arrastrando su cansancio. Ni siquiera sabía lo que había querido decir, pero las palabras salían, descontroladas. Una guardia montada con los pensamientos como sola arma. Pensamientos que tenían un efecto vomitivo por momentos. Le causaban nauseas, jaquecas, palpitaciones. A las 4:40 de la madrugada tomaba una guitarra de color violeta y rasgueaba un sólo acorde hasta que sus dedos sangraban. Con la sangre salían más palabras. Palabras que hablaban de viajes astrales, sobrevolando ciudades orientales sobre alfombras mágicas, inhalando con fuerza los olores provenientes de los mercados. Y así, desangrándose sobre urbes maravillosas, sentíase más liviano, sorprendiéndose de la infinita variedad de acordes que uno puede sacarle a una sola nota musical.
- ¿Cómo son ustedes? – les gritaba desde lo alto de su tapiz volador. Se deslizaba, como en una montaña rusa, sin esperar respuesta alguna. Levantó vuelo hacia un cielo púrpura que parecía como si iría a tragarlo. En lugar de nubes, girasoles gigantescos abrían y cerraban sus pétalos y no sabía si lo estaban saludando o simplemente riéndose de él. En el fondo tronaban los tambores, marcando un ritmo cada vez más frenético. En el sol, las agujas marcaban siempre la misma hora, 4:40. Se movían, pero la hora no variaba. Le costaba mucho imaginar, en aquel momento, cómo iría a terminar aquel viaje. ¿Acaso lograría despertar? Y de ser así, ¿las palabras que tanto anhelaba, estarían esperándolo?

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