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Lunar

El paisaje lunar se extendía frente a él como un manto sombrío e irregular. Detrás, en la lejanía, el sol brillaba con frescura. Se incorporó y comenzó a caminar en línea recta hacia un pequeño volcán que escupía, con cierta frecuencia, unos minúsculos nubarrones grises. Se sentía extremadamente liviano, como si pesara menos que de costumbre. Sus movimientos eran suaves y etéreos.
Extrajo de uno de los bolsillos de su esmoquin una cajita plateada. La abrió y sacó un puro. Se lo llevó a la boca y luego, en el otro bolsillo, encontró el encendedor. Le fue muy difícil obtener una llama estable, más bien una chispa diminuta, y pronto el humo llenó su boca y bajó hasta los pulmones apaciguando su espíritu.
Llegó al borde de un pequeño precipicio. Un cráter se extendía frente a sus ojos, arenoso, grisáceo. Comenzó a descender hasta su centro, ayudado por aquella lentitud que aparentemente caracterizaba aquel sitio. En un momento pisó en falso y rodó con suma tranquilidad hasta acabar empolvado y lleno de rasguños en el fondo del cráter.
Miró hacia arriba. El cosmos negro, infinito con sus millares de estrellas incandescentes. Cada tanto enturbiaba su visión la nube de polvo gris proveniente del volcán que no estaba demasiado lejos de allí.
Se levantó apoyando las manos en una gran roca, que por muy poquito logró evitar en su caída, y con unas rápidas palmadas quitó algo de la suciedad impregnada en su vestimenta, que había sufrido unos tajos verticales, dos en el saco y uno en la manga derecha del pantalón. Exhausto miró a sus alrededores. El panorama era muy similar en todas las direcciones, pero justo frente a él notó algo que le llamó fuertemente la atención. Incrustada en la pared rocosa había una puerta gris completamente camuflada. Se dirigió hacia ella, y al llegar la abrió de un simple tirón.
Adentro estaba oscuro, por lo cual tuvo que sacar su encendedor, que misteriosamente ahora producía una llama vivaz y danzante. La luz tenue que provocaba le permitió ver que se encontraba en un largo corredor tallado en la tétrica piedra lunar. El camino comenzó a descender de manera tan pronunciada que nuevamente se sintió agradecido de no estar en la Tierra.
Pronto el gas de su encendedor se acabó y la llama desapareció con un chasquido sordido. El lugar quedó completamente a oscuras. Resolvió seguir bajando a tientas. La fría piedra punzaba sus manos que se agrietaban a medida que avanzaba. Rápidamente comenzó a sentir el caluroso fluir de su sangre, dándole una sensación húmeda que contrastaba con la sequedad del lugar.
Escuchó un ruido. Si no fuera por la certitud de que la luna carecía de vida, hubiese jurado no estar solo. Se detuvo y trató de agudizar su oído. Silencio. “Será el eco de mis propios pasos”, pensó y reanudó su andar. Pero al poco tiempo, nuevamente aquel sonido, esta vez más cerca. Se aferró a una piedra que sobresalía del muro y esperó sigilosamente. Volvió a escucharlo.
En ese momento se encendió una luz y frente a él apareció una criatura de contextura humana pero con rostro y cola de camaleón. En su mano sostenía una vasija con una vela. Sus ojos giratorios se posaron en él y entonces abrió su boca dejando entrever unos dientes afilados detrás de unos repugnantes hilos de baba viscosa, que se estiraban conforme se separaban sus carnosas mandíbulas.
- ¿Mi sham? - preguntó con una voz que sonó a eructo.
- Mi nombre es Agnes - dijo el hombre.
El camaleón bajó el mentón y dijo algo para sus adentros. Luego, con un ademán, le indicó que lo siguiera. Vela en mano, lo llevó por numerosos pasillos que formaban una especie de laberinto indecifrable para Agnes. Pasando una última curva, llegaron a una sala redonda, cavada en la piedra lunar. Un artefacto extraño, suspendido justo en el centro de la habitación, originaba la luz blancuzca que reinaba en el sitio. De las paredes colgaban unos retratos bizarros, probablemente de los ancestros de aquella horrenda criatura. Sobre el piso había una mesa de piedra y junto a ella una silla, también tallada en la roca. Agnes dedujo que la criatura vivía sola.
- ¿Vives aquí? - preguntó algo temeroso.
- Ken – asintió secamente la bestia.
El camaleón le indicó que se sentara sobre la silla y luego arrojó unas cenizas extrañas al fuego, avivándolo con una sórdida explosión. Un nubarrón de polvo, muy parecido al que emitía el volcán, llenó el ambiente.
- Harrrr Gaash – dijo el camaleón, como adivinando sus pensamientos.
“Claro”, pensó Agnes. “La chimenea de esta extraña vivienda es en efecto la boca del volcán”.
El camaleón sacó una olla gigantesca que a juzgar por el humo que emitía, ya había sido preparada de antemano. “Me estaba esperando”, pensó Agnes. La bestia colocó la olla sobre la mesa y luego le trajo una servilleta roja y azul salpicada con unas estrellas blancas.
Ante la mirada estupefacta de Agnes, el camaleón guiñó uno de sus ojos esféricos.
- Señor, muchas gracias, pero la verdad es que no tengo mucha hambre – Agnes intentó evadir el plato lunar que se le estaba por servir. Ignoraba su contenido, pero tampoco estaba muy ansioso por saberlo. Haciendo caso omiso a sus palabras el camaleón, servido de un gran cucharón, llenó el plato con una sustancia que parecía un guiso de color y consistencia muy poco comunes. Probó el guiso. A pesar de tener sabor rancio no le había disgustado. Vació el plato.
- Haita raev – dijo la bestia mientras retiraba el plato de comida.
- ¿Y usted, no piensa comer? - preguntó Agnes. El monstruo soltó una terrible carcajada que rebotó hasta la demencia en las paredes de aquel misterioso laberinto.
Cuando el camaleón retiró el plato, Agnes reconoció unas letras grabadas en la base. Una profunda sensación de pánico comenzó a invadirlo, pero fue superada de inmediato por un cansancio agobiante que se apoderó de todo su ser. Lo último que pudo ver fue que la bestia le indicaba con uno de sus brazos, un lecho de piedra frío como el mismísimo invierno.

Los aplausos lo despertaron. Abrió los ojos y levantó apenas su cabeza. Al principio todo se veía borroso, pero al cabo de unos segundos su vista de desempañó y frente a él vio cientos de rostros sonrientes, emocionados, aplaudiendo con fuerza. Escuchó también algunos silbidos en la sala. Poco a poco volvió en sí y se incorporó. A su lado había otro ser, aparentemente disfrazado, que sonreía al público y agradecía sin cesar, inclinándose hacia cada uno de los rincones de la sala. Agnes lo imitó, sin entender bien por qué, sólo para pasar desapercibido. Al inclinarse sintió un fuerte dolor de estómago, seguido por una ola de arcadas que le trajo nuevamente a la boca el sabor de aquel guiso lunar.
Miró hacia atrás y vio la salida a los camarines. Juntó fuerzas para hacer otro pequeño ademán al público y luego se alejó camino a la parte trasera del escenario.
Dentro del camarín vio un bolso que llevaba su nombre. Abrió el bolso y encontró un traje espacial. Apurado, antes de que llegara aquel disfrazado que no dejaba de despedirse del público, se quitó las ropas tajeadas y llenas de polvo gris y vistió el traje blanco y abultado que había encontrado. Se colocó el casco y abrió la válvula de oxígeno. Una sutil sensación de vitalidad invadió sus órganos. Ahora también volvía a sentir el peso verdadero de su cuerpo. Salió por la puerta trasera del camarín, y luego de atravesar varios pasillos oscuros, encontró otra puerta.

Nuevamente el frío lunar. Ahora era de noche y gracias al traje logró mantener su cuerpo a una temperatura razonable.
Su garganta se agrietaba por la sequedad terrible que la estaba acosando. “Fuego y té de manzanilla”, pensó Agnes. “Transformados en agua o en vapor de agua que sube hasta el cielo y se convierte en nubes”. “¡Fuego! ¡Fuego!”, repetían las voces. Voces que se alegraban por quemarlo todo.
- ¡Más tarde las cenizas cambiarían en pájaros de verdes plumajes que se echarían a volar llevando los recuerdos olvidados a tierras lejanas! – gritó hacia las silentes rocas lunares.
- Darán sentido al sinsentido y los espasmos de libertad volverán a ahogarse en una taza de té - agregó susurrando.
Pero no hay pájaros en la luna, eso Agnes lo sabía muy bien. Tal vez pequeños lagartos que podría intentar asar para luego masticar sus insignificantes carnes. O algún tallo gris que podría arrancar y rasquetear con él el suelo, bosquejando la huella de algún astronauta. Agnes sentía que el fin comenzaba allí. Ya estaba amaneciendo cuando el volcán volvió a emanar sus nubes. Con sus manos camaleonescas, abrió la puerta gris, incrustada en la pared y se entregó al silencioso laberinto lunar.

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